PLATON: EL BANQUETE
APOLODORO, AMIGO
APOLODORO.– Me parece que sobre lo que preguntáis estoy preparado. Pues
precisamente anteayer subía a la ciudad desde mi casa de Falero cuando uno de
mis conocidos, divisándome por detrás, me llamó desde lejos y, bromeando a la
vez que me llamaba, dijo:
–¡Eh!, tú, falerense, Apolodoro, espérame.
Yo me detuve y le esperé. Entonces él me dijo:
–Apolodoro, justamente hace poco te andaba buscando, porque quiero informarme
con detalle de la reunión mantenida por Agatón, Sócrates, Alcibíades y los otros
que entonces estuvieron presentes en el banquete, y oír cuáles fueron sus
discursos sobre el amor. De hecho, otro que los había oído de Fénix, el hijo de
Filipo, me los contó y afirmó que también tú los conocías, pero, en realidad, no
supo decirme nada con claridad. Así, pues, cuéntamelos tú, ya que eres el más
idóneo para informar de los discursos de tu AMIGO. Pero –continuó– antes díme,
¿estuviste tú mismo en esa reunión o no?
Y yo le respondí:
–Evidentemente parece que tu informador no te ha contado nada con claridad, si
piensas que esa reunión por la que preguntas ha tenido lugar tan recientemente
como para que también yo haya podido estar presente.
–Así, en efecto, lo pensé yo –dijo.
–¿Pero cómo –le dije– pudiste pensar eso, Glaucón?¿No sabes que, desde hace
muchos años, Agatón no ha estado aquí, en la ciudad, y que aún no han
transcurrido tres años desde que estoy con Sócrates y me propongo cada día saber
lo que dice o hace? Antes daba vueltas de un sitio a otro al azar y, pese a
creer que hacía algo importante, era más desgraciado que cualquier otro, no
menos que tú ahora, que piensas que es necesario hacer todo menos filosofar.
–No te burles –dijo– y dime cuándo tuvo lugar la reunión ésa.
–Cuando éramos todavía niños –le dije yo– y Agatón triunfó con su primera
tragedia, al día siguiente de cuando él y los coreutas celebraron el sacrificio
por su victoria.
–Entonces –dijo–, hace mucho tiempo, según parece. Pero, ¿quién te la contó?
¿Acaso, Sócrates en persona?
–No, ¡por Zeus! –dije yo–, sino el mismo que se la contó a Fénix. Fue un tal
Aristodemo, natural de Cidateneon, un hombre bajito, siempre descalzo, que
estuvo presente en la reunión y era uno de los mayores admiradores de Sócrates
de aquella época, según me parece. Sin embargo, después he preguntado también a
Sócrates algunas de las cosas que le oí a Aristodemo y estaba de acuerdo conmigo
en que fueron tal como éste me las contó.
–¿Por qué, entonces –dijo Glaucón– no me las cuentas tú? Además, el camino
que conduce a la ciudad es muy apropiado para hablar y escuchar mientras
andamos.
Así, mientras íbamos caminando hablábamos sobre ello, de suerte que, como dije
al principio, no me encuentro sin preparación. Si es menester, pues, que os lo
cuente también a vosotros, tendré que hacerlo. Por lo demás, cuando hago yo
mismo discursos filosóficos o cuando se los oigo a otros, aparte de creer que
saco provecho, también yo disfruto enormemente. Pero cuando oigo otros,
especialmente los vuestros, los de los ricos y hombres de negocios,
personalmente me aburro y siento compasión por vosotros, mis amigos, porque
creéis hacer algo importante cuando en realidad no estáis haciendo nada.
Posiblemente vosotros, por el contrario, pensáis que soy un desgraciado, y creo
que tenéis razón; pero yo no es que lo crea de vosotros, sino que sé muy bien
que lo sois.
AMIGO. — Siempre eres el mismo, Apolodoro, pues siempre hablas mal de ti y de
los demás, y me parece que, excepto a Sócrates, consideras unos desgraciados
absolutamente a todos, empezando por ti mismo. De dónde recibiste el sobrenombre
de «blando» yo no lo sé, pues en tus palabras siempre eres así y te irritas
contigo mismo y con los demás, salvo con Sócrates.
APOL. — Queridísirno AMIGO, realmente está claro que, al pensar así sobre mí
mismo y sobre vosotros, resulto un loco y deliro.
AM. — No vale la pena, Apolodoro, discutir ahora sobre esto. Pero lo que te
hemos pedido, no lo hagas de otra manera y cuéntanos cuáles fueron los
discursos.
APOL. — Pues bien, fueron más o menos los siguientes… Pero, mejor, intentaré
contároslos desde el principio, como Aristodemo los contó.
Me dijo, en efecto, Aristodemo que se había tropezado con Sócrates, lavado y con
las sandalias puestas, lo cual hacía pocas veces, y que al preguntarle adónde
iba elegante le respondió:
–A la comida en casa de Agatón. Pues ayer logré esquivarlo en la celebración de
su victoria, horrorizado por la aglomeración. Pero convine en que hoy haría acto
de Presencia y ésa es la razón por la que me he arreglado así, para ir elegante
junto a un hombre elegante. Pero tú, dijo, ¿querrías ir al banquete sin ser
invitado?
Y yo, dijo Aristodemo, le contesté:
–Como tú ordenes.
–Entonces sígueme, dijo Sócrates, para aniquilar el proverbio cambiándolo en el
sentido de que, después de todo, también «los buenos van espontáneamente a las
comidas de los buenos». Homero, ciertamente, parece no sólo haber aniquilado
este proverbio, sino también haberse burlado de él, ya que al hacer a Agamenón
un hombre extraordinariamente valiente en los asuntos de la guerra y a Menelao
un «blando guerrero», cuando Agamenón estaba celebrando un sacrificio y
ofreciendo un banquete, hizo venir a Menelao al festín sin ser invitado, él que
era peor, al banquete del mejor.
Al oír esto, me dijo Aristodemo que respondió:
–Pues tal vez yo, que soy un mediocre, correré el riesgo también, no como tú
dices, Sócrates, sino como dice Homero, de ir sin ser invitado a la comida de un
hombre sabio. Mira, pues, si me llevas, qué vas a decir en tu defensa, puesto
que yo, ten por cierto, no voy a reconocer haber ido sin invitación, sino
invitado por ti.
–«Juntos los dos –dijo– marchando por el camino» deliberaremos lo que vamos a
decir. Vayamos, pues.
Tal fue, más o menos –contó Aristodemo–, el diálogo que sostuvieron cuando se
pusieron en marcha. Entonces Sócrates, concentrando de alguna manera el
pensamiento en sí mismo, se quedó rezagado durante el camino y como aquél le
esperara, le mandó seguir adelante. Cuando estuvo en la casa de Agatón, se
encontró la puerta abierta y dijo que allí le sucedió algo gracioso. Del
interior de la casa salió a su encuentro de inmediato uno de los esclavos que lo
llevó a donde estaban reclinados los demás, sorprendiéndoles cuando estaban ya a
punto de comer. Y apenas lo vio Agatón, le dijo:
–Aristodemo, llegas a tiempo para comer con nosotros. Pero si has venido por
alguna otra razón, déjalo para otro momento, pues también ayer te anduve
buscando para invitarte y no me fue posible verte. Pero, ¿cómo no nos traes a
Sócrates?
Y yo –dijo Aristodemo– me vuelvo y veo que Sócrates no me sigue por ninguna
parte. Entonces le dije que yo realmente había venido con Sócrates, invitado por
él a comer allí.
–Pues haces bien, dijo Agatón. Pero, ¿dónde está Sócrates?
–Hasta hace un momento venía detrás de mí y también yo me pregunto dónde puede
estar.
–Esclavo, ordenó Agatón, busca y trae aquí a Sócrates. Y tú, Aristodemo, dijo,
reclínate junto a Erixímaco. Y cuando el esclavo le estaba lavando –continuó
Aristodemo– para que se acomodara, llegó otro esclavo anunciando:
–El Sócrates que decís se ha alejado y se ha quedado plantado en el portal de
los vecinos. Aunque le estoy llamando, no quiere entrar.
–Es un poco extraño lo que dices, dijo Agatón. Llámalo y no lo dejes escapar.
Entonces intervino Aristodemo –según contó–, diciendo:
–De ninguna manera. Dejadle quieto, pues esto es una de sus costumbres. A veces
se aparta y se queda plantado dondequiera que se encuentre. Vendrá enseguida,
supongo. No le molestéis y dejadle tranquilo.
–Pues así debe hacerse, si te parece –me dijo Aristodemo que respondió
Agatón–. Pero a nosotros, a los demás, servidnos la comida, esclavos. Poned
libremente sobre la mesa lo que queráis, puesto que nadie os estará vigilando,
lo cual jamás hasta hoy he hecho. Así, pues, imaginad ahora que yo y los demás,
aquí presentes, hemos sido invitados a comer por vosotros y tratadnos con
cuidado a fin de que podamos elogiaros .
Después de esto –dijo Aristodemo–, se pusieron a comer, pero Sócrates no
entraba. Agatón ordenó en repetidas ocasiones ir a buscarlo, pero Aristodemo no
lo consentía. Finalmente, llegó Sócrates sin que, en contra de su costumbre,
hubiera transcurrido mucho tiempo, sino, más o menos, cuando estaban en mitad de
la comida. Entonces Agatón, que estaba reclinado solo en el último extremo,
según me contó Aristodemo, dijo:
–Aquí, Sócrates, échate junto a mí, para que también yo en contacto contigo
goce de esa sabia idea que se te presentó en el portal. Pues es evidente que la
encontraste y la tienes, ya que, de otro modo, no te hubieras retirado antes.
Sócrates se sentó y dijo:
–Estaría bien, Agatón, que la sabiduría fuera una cosa de tal naturaleza que,
al ponernos en contacto unos con. otros, fluyera de lo más lleno a lo más vacío
de nosotros, como fluye el agua en las copas, a través de un hilo de lana, de la
más llena a la más vacía. Pues si la sabiduría se comporta también así, valoro
muy alto el estar reclinado junto a ti, porque pienso que me llenaría de tu
mucha y hermosa sabiduría. La mía, seguramente, es mediocre, o incluso ilusoria
como un sueño, mientras que la tuya es brillante y capaz de mucho crecimiento,
dado que desde tu juventud ha resplandecido con tanto fulgor y se ha puesto de
manifiesto anteayer en presencia de más de treinta mil griegos como testigos .
–Eres un exagerado, Sócrates, contestó Agatón. Mas este litigio sobre la
sabiduría lo resolveremos tú y yo un poco más tarde, y Dioniso será nuestro
juez. Ahora, en cambio, presta atención primero a la comida.
A continuación –siguió contándome Aristodemo–, después que Sócrates se hubo
reclinado y comieron él y los demás, hicieron libaciones y, tras haber cantado a
la divinidad y haber hecho las otras cosas de costumbre, se dedicaron a la
bebida. Entonces, Pausanias –dijo Aristodemo– empezó a hablar en los
siguientes términos:
–Bien, señores, ¿de qué manera beberemos con mayor comodidad?. En lo que a mí
se refiere, os puedo decir que me encuentro francamente muy mal por la bebida de
ayer y necesito un respiro. Y pienso que del mismo modo la mayoría de vosotros,
ya que ayer estuvisteis también presentes. Mirad, pues, de qué manera podríamos
beber lo más cómodo posible.
–Ésa es –dijo entonces Aristófanes– una buena idea, Pausanias, la de
asegurarnos por todos los medios un cierto placer para nuestra bebida, ya que
también yo soy de los que ayer estuvieron hecho una sopa.
Al oírles –me dijo Aristodemo–, Erixímaco, el hijo de Acúmeno, intervino
diciendo:
–En verdad, decís bien, pero todavía necesito oír de uno de vosotros en qué
grado de fortaleza se encuentra Agatón para beber.
–En ninguno –respondió éste–; tampoco yo me siento fuerte.
–Sería un regalo de Hermes, según parece, para nosotros –continuó Erixímaco–,
no sólo para mí y para Aristodemo, sino también para Fedro y para éstos, el que
vosotros, los más fuertes en beber, renunciéis ahora, pues, en verdad, nosotros
siempre somos flojos. Hago, en cambio, una excepción de Sócrates, ya que es
capaz de ambas cosas, de modo que le dará lo mismo cualquiera de las dos que
hagamos. En consecuencia, dado que me parece que ninguno de los presentes está
resuelto a beber mucho vino, tal vez yo resultara menos desagradable si os
dijera la verdad sobre qué cosa es el embriagarse. En mi opinión, creo, en
efecto, que está perfectamente comprobado por la medicina que la embriaguez es
una cosa nociva para los hombres. Así que, ni yo mismo quisiera de buen grado
beber demasiado, ni se lo aconsejaría a otro, sobre todo cuando uno tiene
todavía resaca del día anterior.
–En realidad –me contó Aristodemo que dijo interrumpiéndole Fedro, natural de
Mirrinunte–, yo, por mi parte te suelo obedecer, especialmente en las cosas que
dices sobre medicina; pero ahora, si deliberan bien, te obedecerán también los
demás.
Al oír esto, todos estuvieron de acuerdo en celebrar la reunión presente, no
para embriagarse, sino simplemente bebiendo al gusto de cada uno.
–Pues bien –dijo Erixímaco–, ya que se ha decidido beber la cantidad que cada
uno quiera y que nada sea forzoso, la siguiente cosa que propongo es dejar
marchar a la flautista que acaba de entrar, que toque la flauta para sí misma o,
si quiere, para las mujeres de ahí dentro, y que nosotros pasemos el tiempo de
hoy en mutuos discursos. Y con qué clase de discursos, es lo que deseo
exponeros, si queréis.
Todos afirmaron que querían y le exhortaron a que hiciera su propuesta. Entonces
Erixímaco dijo:
–El principio de mi discurso es como la Melanipa de Eurípides, pues «no es mío
el relato» que voy a decir, sino de Fedro, aquí presente. Fedro, efectivamente,
me está diciendo una y otra vez con indignación: «¿No es extraño, Erixímaco,
que, mientras algunos otros dioses tienen himnos y peanes compuestos por los
poetas, a Eros, en cambio, que es un dios tan antiguo y tan importante siquiera
uno solo de tantos poetas que han existido le haya compuesto jamás encomio
alguno?. Y si quieres, por otro lado, reparar en los buenos sofistas, escriben
en prosa elogios de Heracles y de otros, como hace el magnífico Pródico. Pero
esto, en realidad, no es tan sorprendente, pues yo mismo me he encontrado ya con
cierto libro de un sabio en el que aparecía la sal con un admirable elogio por
su utilidad . Y otras cosas parecidas las puedes ver elogiadas en abundancia.
¡Que se haya puesto tanto afán en semejantes cosas y que ningún hombre se haya
atrevido hasta el día de hoy a celebrar dignamente a Eros! ¡Tan descuidado ha
estado tan importante dios!» En esto me parece que Fedro tiene realmente razón.
En consecuencia, deseo, por un lado, ofrecerle mi contribución y hacerle un
favor, y, por otro, creo que es oportuno en esta ocasión que nosotros, los
presentes, honremos a este dios. Así, pues, si os parece bien también a
vosotros, tendríamos en los discursos suficiente materia de ocupación. Pienso,
por tanto, que cada uno de nosotros debe decir un discurso, de izquierda a
derecha, lo más hermoso que pueda como elogio de Eros y que empiece primero
Fedro, ya que también está situado el primero y es, a la vez, el padre de la
idea .
–Nadie, Erixímaco –dijo Sócrates– te votará lo contrario. Pues ni yo, que
afirmo no saber ninguna otra cosa que los asuntos del amor, sabría negarme, ni
tampoco Agatón, ni Pausanias, ni, por supuesto, Aristófanes, cuya entera
ocupación gira en torno a Dioniso y Afrodita , ni ningún otro de los que veo
aquí presentes. Sin embargo, ello no resulta en igualdad de condiciones para
nosotros, que estamos situados los últimos. De todas maneras, si los anteriores
hablan lo suficiente y bien, nos daremos por satisfechos. Comience, pues, Fedro
con buena fortuna y haga su encomio de Eros.
En esto estuvieron de acuerdo también todos los demás y pedían lo mismo que
Sócrates. A decir verdad, de todo lo que cada uno dijo, ni Aristodemo se
acordaba muy bien, ni, por mi parte, tampoco yo recuerdo todo lo que éste me
refirió. No obstante, os diré las cosas más importantes y el discurso de cada
uno de los que me pareció digno de mención.
En primer lugar, pues, como digo –me contó Aristodemo–, comenzó a hablar
Fedro, haciendo ver, más o menos, que Eros era un gran dios y admirable entre
los hombres y los dioses por muchas otras razones, pero fundamentalmente por su
nacimiento.
–Pues ser con mucho el dios más antiguo, dijo, es digno de honra y he aquí la
prueba de esto: padres de Eros, en efecto, ni existen ni son mencionados por
nadie, profano o poeta. Así, Hesíodo afirma que en primer lugar existió el Caos
y luego
la Tierra de amplio seno, sede siempre segura de todos,
y Eros.
Y con Hesíodo está de acuerdo también Acusilao en que, después del Caos,
nacieron estos dos, Tierra y Eros. Y Parménides, a propósito de su nacimiento,
dice:
De todo los dioses concibió primero a Eros.
Así, pues, por muchas fuentes se reconoce que Eros e con mucho el más antiguo. Y
de la misma manera que el más antiguo es causa para nosotros de los mayores
bienes. Pues yo, al menos, no sabría decir qué bien para un recién llegado a la
juventud hay mayor que un buen amante y para un amante que un buen amado. Lo
que, en efecto, debe guiar durante toda su vida a los hombres que tengan la
intención de vivir noblemente, esto, ni el parentesco, ni los honores, ni la
riqueza, ni ninguna otra cosa so capaces de infundirlo tan bien como el amor. ¿Y
qué es esto que digo? La vergüenza ante las feas acciones y el deseo de honor
por lo que es noble, pues sin estas cualidades ni una ciudad ni una persona
particular pueden lleva a cabo grandes y hermosas realizaciones. Es más, afirmo
que un hombre que está enamorado, si fuera descubierto haciendo algo feo o
soportándolo de otro sin defenderse por cobardía, visto por su padre, por sus
compañeros por cualquier otro, no se dolería tanto como si fuera vist por su
amado. Y esto mismo observamos también en el amado, a saber, que siente
extraordinaria vergüenza ant sus amantes cuando se le ve en una acción fea. Así,
pues si hubiera alguna posibilidad de que exista una ciudad un ejército de
amantes y amados, no hay mejor modo de que administren su propia patria que
absteniéndose de todo lo feo y emulándose unos a otros. Y si hombres como ésos
combatieran uno al lado del otro, vencerían, aun siendo pocos, por así decirlo,
a todo el mundo. Un hombre enamorado, en efecto, soportaría sin duda menos ser
visto por su amado abandonando la formación o arrojando lejos las armas, que si
lo fuera por todos los demás, y antes de eso preferiría mil veces morir. Y dejar
atrás al amado o no ayudarle cuando esté en peligro… ninguno hay tan cobarde a
quien el propio Eros no le inspire para el valor, de modo que sea igual al más
valiente por naturaleza. Y es absolutamente cierto que lo que Homero dijo, que
un dios «inspira valor» en algunos héroes, lo proporciona Eros a los enamorados
como algo nacido de sí mismo.
Por otra parte, a morir por otro están decididos únicamente los amantes, no sólo
los hombres, sino también las mujeres. Y de esto también la hija de Pelias,
Alcestis, ofrece suficiente testimonio ante los griegos en favor de mi
argumento, ya que fue la única que estuvo decidida a morir por su marido, a
pesar de que éste tenía padre y madre, a los que aquélla superó tanto en afecto
por amor, que les hizo aparecer como meros extraños para su hijo y parientes
sólo de nombre. Al obrar así, les pareció, no sólo a los hombres, sino también a
los dioses, que había realizado una acción tan hermosa, que, a pesar de que
muchos han llevado a cabo muchas y hermosas acciones y el número de aquellos a
quienes los dioses han concedido el privilegio de que su alma suba del Hades es
realmente muy pequeño, sin embargo, hicieron subir la de aquélla admirados por
su acción. ¡Así también los dioses honran por encima de todo el esfuerzo y el
valor en el amor!
En cambio, a Orfeo, el hijo de Eagro, lo despidieron del Hades sin lograr nada,
tras haberle mostrado un fantasma de su mujer, en cuya búsqueda había llegado,
pero sin entregársela, ya que lo consideraban un pusilánime, como citaredo que
era , y no se atrevió a morir por amor como Alcestis, sino que se las arregló
para entrar vivo en el Hades. Ésta es, pues, la razón por la que le impusieron
un castigo e hicieron que su muerte fuera a manos de mujeres. No así, por el
contrario, fue lo que sucedió con Aquiles, el hijo de Tetis, a quien honraron y
lo enviaron a las Islas de los Bienaventurados, porque, a pesar de saber por su
madre que moriría si mataba a Héctor y que, si no lo hacía, volvería a su casa y
moriría viejo, tuvo la osadía de preferir, al socorrer y vengar a su amante
Patroclo, no sólo morir por su causa, sino también morir una vez muerto ya éste.
De aquí que también los dioses, profundamente admirados, le honraran
sobremanera, porque en tanta estima tuvo a su amante. Y Esquilo desbarra cuando
afirma que Aquiles estaba enamorado de Patroclo, ya que Aquiles era más hermoso,
no sólo que Patroclo, sino también que todos los héroes juntos , siendo todavía
imberbe y, por consiguiente, mucho más joven, como dice Homero. De todos modos,
si bien, en realidad, los dioses valoran muchísimo esta virtud en el amor, sin
embargo, la admiran, elogian y recompensan más cuando el amado ama al amante,
que cuando el amante al amado, pues un amante es cosa más divina que un amado,
ya que está poseído por un dios. Por esto también honraron más a Aquiles que a
Alcestis y lo enviaron a las Islas de los Bienaventurados.
En resumen, pues, yo, por mi parte, afirmo que Eros es, de entre los dioses, el
más antiguo, el más venerable y el más eficaz para asistir a los hombres, vivos
y muertos, en la adquisición de virtud y felicidad.
Tal fue, aproximadamente, el discurso que pronunció Fedro, según me dijo
Aristodemo. Y después de Fedro hubo algunos otros de los que Aristodemo no se
acordaba muy bien, por lo que, pasándolos por alto, me contó el discurso de
Pausanias, quien dijo lo siguiente:
–No me parece, Fedro, que se nos haya planteado bien la cuestión, a saber, que
se haya hecho de forma tan simple la invitación a encomiar a Eros. Porque,
efectivamente, si Eros fuera uno, estaría bien; pero, en realidad, no está bien,
pues no es uno. Y al no ser uno es más correcto declarar de antemano a cuál se
debe elogiar. Así, pues, intentaré rectificar esto, señalando, en primer lugar,
qué Eros hay que elogiar, para luego elogiarlo de una forma digna del dios.
Todos sabemos, en efecto, que no hay Afrodita sin Eros. Por consiguiente, si
Afrodita fuera una, uno sería también Eros. Mas como existen dos, existen
también necesariamente dos Eros. ¿Y cómo negar que son dos las diosas? Una, sin
duda más antigua y sin madre, es hija de Urano, a la que por esto llamamos
también Urania; la otra, más joven, es hija de Zeus y Dione y la llamamos
Pandemo. En consecuencia, es necesario también que el Eros que colabora con la
segunda se llame, con razón, Pandemo y el otro Uranio. Bien es cierto que se
debe elogiar a todos los dioses, pero hay que intentar decir, naturalmente, lo
que a cada uno le ha correspondido en suerte. Toda acción se comporta así:
realizada por sí misma no es de suyo ni hermosa ni fea, como, por ejemplo, lo
que hacemos nosotros ahora, beber, cantar, dialogar. Ninguna de estas cosas en
sí misma es hermosa, sino que únicamente en la acción, según como se haga,
resulta una cosa u otra: si se hace bien y rectamente resulta hermosa pero si no
se hace rectamente, fea . Del mismo modo pues, no todo amor ni todo Eros es
hermoso ni digno de ser alabado, sino el que nos induce a amar bellamente.
Por tanto, el Eros de Afrodita Pandemo es, en verdad, vulgar y lleva a cabo lo
que se presente. Éste es el amor con el que aman los hombres ordinarios. Tales
personas aman, en primer lugar, no menos a las mujeres que a los mancebos; en
segundo lugar, aman en ellos más sus cuerpos que sus almas y, finalmente, aman a
los menos inteligentes posible, con vistas sólo a conseguir su propósito,
despreocupándose de si la manera de hacerlo es bella o no. De donde les acontece
que realizan lo que se les presente al azar, tanto si es bueno como si es lo
contrario. Pues tal amor proviene de la diosa que es mucho más joven que la otra
y que participa en su nacimiento de hembra y varón. El otro, en cambio, procede
de Urania, que, en primer lugar, no participa de hembra, sino únicamente de
varón –y es éste el amor de los mancebos–, y, en segundo lugar, es más vieja y
está libre de violencia. De aquí que los inspirados por este amor se dirijan
precisamente a lo masculino, al amar lo que es más fuerte por naturaleza y posee
más inteligencias. Incluso en la pederastia misma podría uno reconocer también a
los auténticamente impulsados por este amor, ya que no aman a los muchachos,
sino cuando empiezan ya a tener alguna inteligencia, y este hecho se produce
aproximadamente cuando empieza a crecer la barba. Los que empiezan a amar desde
entonces están preparados, creo yo, para estar con el amado toda la vida y
convivir juntos, pero sin engañarle, después de haberle elegido cuando no tenía
entendimiento por ser joven, y abandonarle desdeñosamente corriendo detrás de
otro. Sería preciso, incluso, que hubiera una ley que prohibiera enamorarse de
los mancebos, para que no se gaste mucha energía en algo incierto, ya que el fin
de éstos no se sabe cuál será, tanto en lo que se refiere a maldad como a
virtud, ya sea del alma o del cuerpo. Los hombres buenos, en verdad, se imponen
a sí mismos esta ley voluntariamente, pero sería necesario también obligar a
algo semejante a esos amantes vulgares, de la misma manera que les obligamos, en
la medida de nuestras posibilidades, a no enamorarse de las mujeres libres.
Éstos son, en efecto, los que han provocado el escándalo, hasta el punto de que
algunos se atreven a decir que es vergonzoso conceder favores a los amantes. Y
lo dicen apuntando a éstos, viendo su falta de tacto y de justicia, ya que, por
supuesto, cualquier acción hecha con orden y según la ley no puede en justicia
provocar reproche.
Por lo demás, ciertamente, la legislación sobre el amor en las otras ciudades es
fácil de entender, pues está definida de forma simple, mientras que la de aquí y
la de Lacedemonia es complicada. En efecto, en Élide y entre los beocios, y
donde no son expertos en hablar, está establecido, simplemente, que es bello
conceder favores a los amantes y nadie, ni joven ni viejo, podrá decir que ello
es vergonzoso, para no tener dificultades, supongo, al intentar persuadir con la
palabra a los jóvenes, pues son ineptos para hablar. Por el contrario, en muchas
partes de Jonia y en otros muchos lugares, que viven sometidos al dominio de los
bárbaros, se considera esto vergonzoso. Entre los bárbaros, en efecto, debido a
las tiranías, no sólo es vergonzoso esto, sino también la filosofía y la afición
a la gimnasia, ya que no le conviene, me supongo, a los gobernantes que se
engendren en los gobernados grandes sentimientos ni amistades y sociedades
sólidas, lo que, particularmente, sobre todas las demás cosas, suele inspirar
precisamente el amor. Y esto lo aprendieron por experiencia propia también los
tiranos de aquí, pues el amor de Aristogitón y el afecto de Harmodio, que llegó
a ser inquebrantable, destruyeron su poder . De este modo, donde se ha
establecido que es vergonzoso conceder favores a los amantes, ello se debe a la
maldad de quienes lo han d establecido, a la ambición de los gobernantes y a la
cobardía de los gobernados; en cambio, donde se ha considerado, simplemente, que
es hermoso, se debe a la pereza mental de los legisladores. Pero aquí está
legislado algo mucho más hermoso que todo esto y, como dije, no fácil de
entender. Piénsese, en efecto, que se dice que es más «hermoso amar a la vista
que en secreto, y especialmente a los más nobles y mejores, aunque sean más feos
que otros, y que, por otro lado, el estímulo al amante por parte de todos es
extraordinario y no como si hiciera algo vergonzoso, al tiempo que considera
hermoso si consigue su propósito y vergonzoso si no lo consigue. Y respecto al
intentar hacer una conquista, nuestra costumbre ha concedido al amante la
oportunidad de ser elogiado por hacer actos extraños, que si alguien se
atreviera a realizar con la intención y el deseo de llevar a cabo cualquier otra
cosa que no sea ésta, cosecharía los más grandes reproches. Pues si uno por
querer recibir dinero de alguien, desempeñar un cargo público u obtener alguna
otra influencia, tuviera la intención de hacer las mismas cosas que hacen los
amantes con sus amados cuando emplean súplicas y ruegos en sus peticiones,
pronuncian juramentos, duermen en su puerta y están dispuestos a soportar una
esclavitud como ni siquiera soportaría ningún esclavo, sería obstaculizado para
hacer semejante acción tanto por sus amigos como por sus enemigos, ya que los
unos le echarían en cara las adulaciones y comportamientos impropios de un
hombre libre y los otros le amonestarían y se avergonzarían de sus actos. En
cambio, en el enamorado que hace todo esto hay cierto encanto y le está
permitido por la costumbre obrar sin reproche, en la idea de que lleva a término
una acción muy hermosa. Y lo que es más extraordinario, según dice la mayoría,
es que, incluso cuando jura, es el único que obtiene perdón de los dioses si
infringe los juramentos, pues afirman que el juramento de amor no es válido. De
esta manera, los dioses y los hombres han concedido toda libertad al amante,
como dice la costumbre de aquí. En este sentido, pues, pudiera uno creer que se
considera cosa muy hermosa en esta ciudad amar y hacerse AMIGO de los amantes.
Pero, dado que los padres han puesto pedagogos al cuidado de los amados y no les
permiten conversar con los amantes, cosa que se ha impuesto como un deber al
pedagogo, y puesto que los jóvenes de su edad y sus compañeros les critican si
ven que sucede algo semejante, mientras que a los que critican, a su vez, no se
lo impiden las personas de mayor edad ni les reprenden por no hablar con
corrección, podría uno pensar, por el contrario, atendiendo a esto, que aquí se
considera tal comportamiento sumamente escandaloso. Mas la situación es, creo
yo, la siguiente: no es cosa simple, como se dijo al principio, y de por sí no
es ni hermosa ni fea, sino hermosa si se hace con belleza y fea si se hace
feamente. Por consiguiente, es obrar feamente el conceder favores a un hombre
pérfido pérfidamente, mientras que es obrar bellamente el concederlos a un
hombre bueno y de buena manera. Y es pérfido aquel amante vulgar que se enamora
más del cuerpo que del alma, pues ni siquiera es estable, al no estar enamorado
tampoco de una cosa estable, ya que tan pronto como se marchita la flor del
cuerpo del que estaba enamorado, «desaparece volando», tras violar muchas
palabras y promesas. En cambio, el que está enamorado de un carácter que es
bueno permanece firme a lo largo de toda su vida, al estar íntimamente unido a
algo estable. Precisamente a éstos quiere nuestra costumbre someter a prueba
bien y convenientemente, para así complacer a los unos y evitar a los otros.
Ésta es, pues, la razón por la que ordena a los amantes perseguir y a los amados
huir, organizando una competición y poniéndolos a prueba para determinar de cuál
de los dos es el amante y de cuál el amado. Así, justo por esta causa se
considera vergonzoso, en primer lugar, dejarse conquistar rápidamente, con el
fin de que transcurra el tiempo, que parece poner a prueba perfectamente a la
mayoría de las cosas; en segundo lugar, el ser conquistado por dinero y por
poderes políticos, bien porque se asuste uno por malos tratos y no pueda
resistir, bien porque se le ofrezcan favores en dinero o acciones políticas y no
los desprecie. Pues nada de esto parece firme ni estable, aparte de que tampoco
nace de ello una noble amistad. Queda, pues, una sola vía, según nuestra
costumbre, si el amado tiene la intención de complacer bellamente al amante.
Nuestra norma es, efectivamente, que de la misma manera que, en el caso de los
amantes, era posible ser esclavo del amado voluntariamente en cualquier clase de
esclavitud, sin que constituyera adulación ni cosa criticable, así también queda
otra única esclavitud voluntaria, no vituperable: la que se refiere a la virtud.
Pues está establecido, ciertamente, entre nosotros que si alguno quiere servir a
alguien, pensando que por medio de él va a ser mejor en algún saber o en
cualquier otro aspecto de la virtud, ésta su voluntaria esclavitud no se
considere, a su vez, vergonzosa ni adulación. Es preciso, por tanto, que estos
dos principios, el relativo a la pederastia y el relativo al amor a la sabiduría
y a cualquier otra forma de virtud, coincidan en uno solo, si se pretende que
resulte hermoso el que el amado conceda sus favores al amante. Pues cuando se
juntan amante y amado, cada uno con su principio, el uno sirviendo en cualquier
servicio que sea justo hacer al amado que le ha complacido, el otro colaborando,
igualmente, en todo lo que sea justo colaborar con quien le hace sabio y bueno,
puesto que el uno puede contribuir en cuanto a inteligencia y virtud en general
y el otro necesita hacer adquisiciones en cuanto a educación y saber en general,
al coincidir justamente entonces estos dos principios en lo mismo, sólo en este
caso, y en ningún otro, acontece que es hermoso que el amado conceda sus favores
al amante. En estas condiciones, incluso el ser engañado no es nada vergonzoso,
pero en todas las demás produce vergüenza, tanto para el que es engañado como
para el que no lo es. Pues si uno, tras haber complacido a un amante por dinero
en la idea de que era rico, fuera engañado y no lo recibiera, al descubrirse que
el amante era pobre, la acción no sería menos vergonzosa, puesto que el que se
comporta así parece poner de manifiesto su propia naturaleza, o sea, que por
dinero haría cualquier servicio a cualquiera, y esto no es hermoso. Y por la
misma razón, si alguien, pensando que ha hecho un favor a un hombre bueno y que
él mismo iba a ser mejor por la amistad de su amante, fuera engañado, al ponerse
de manifiesto que aquél era malo y no tenía virtud, tal engaño, sin embargo, es
hermoso, pues también éste parece haber mostrado por su parte que estaría
dispuesto a todo con cualquiera por la virtud y por llegar a ser mejor, y esto,
a su vez, es lo más hermoso de todo. Así, complacer en todo por obtener la
virtud es, en efecto, absolutamente hermoso. Éste es el amor de la diosa
celeste, celeste también él y de mucho valor para la ciudad y para los
individuos, porque obliga al amante y al amado, igualmente, a dedicar mucha
atención a sí mismo con respecto a la virtud. Todos los demás amores son de la
otra diosa, de la vulgar. Ésta es, Fedro –dijo– la mejor contribución que
improvisadamente te ofrezco sobre Eros.
Y habiendo hecho una pausa Pausanias –pues así me enseñan los sabios a hablar
con términos isofónicos–, me dijo Aristodemo que debía hablar Aristófanes, pero
que al sobrevenirle casualmente un hipo, bien por exceso de comida o por alguna
otra causa, y no poder hablar, le dijo al médico Erixímaco, que estaba reclinado
en el asiento de al lado:
–Erixímaco, justo es que me quites el hipo o hables por mí hasta que se me
pase.
Y Erixímaco le respondió:
–Pues haré las dos cosas. Hablaré, en efecto, en tu lugar y tú, cuando se te
haya pasado, en el mío. Pero mientras hablo, posiblemente reteniendo la
respiración mucho tiempo se te quiera pasar el hipo; en caso contrario, haz
gárgaras con agua. Pero si es realmente muy fuerte, coge algo con lo que puedas
irritar la nariz y estornuda. Si haces esto una o dos veces, por muy fuerte que
sea, se te pasará.
–No tardes, pues, en hablar, dijo Aristófanes. Yo voy a hacer lo que has dicho
.
Entonces, Erixímaco dijo:
–Bien, me parece que es necesario, ya que Pausanias no concluyó adecuadamente
la argumentación que había iniciado tan bien, que yo deba intentar llevarla a
término.
Que Eros es doble, me parece, en efecto, que lo ha distinguido muy bien. Pero
que no sólo existe en las almas de los hombres como impulso hacia los bellos,
sino también en los demás objetos como inclinación hacia otras muchas cosas,
tanto en los cuerpos de todos los seres vivos como en lo que nace sobre la
tierra, y, por decirlo así, en todo lo que tiene existencia, me parece que lo
tengo bien visto por la medicina, nuestro arte, en el sentido de que es un dios
grande y admirable y a todo extiende su influencia, tanto en las cosas humanas
como en las divinas. Y comenzaré a hablar partiendo de la medicina, para honrar
así a mi arte. La naturaleza de los cuerpos posee, en efecto, este doble Eros.
Pues el estado sano del cuerpo y el estado enfermo son cada uno, según opinión
unánime, diferente y desigual, y lo que es desigual desea y ama cosas
desiguales. En consecuencia, uno es el amor que reside en lo que está sano y
otro el que reside en lo que está enfermo. Ahora bien, al igual que hace poco
decía Pausanias que era hermoso complacer a los hombres buenos, y vergonzoso a
los inmorales, así también es hermoso y necesario favorecer en los cuerpos
mismos a los elementos buenos y sanos de cada cuerpo, y éste es el objeto de lo
que llamamos medicina, mientras que, por el contrario, es vergonzoso secundar
los elementos malos y enfermos, y no hay que ser indulgente en esto, si se
pretende ser un verdadero profesional. Pues la medicina es, para decirlo en una
palabra, el conocimiento de las operaciones amorosas que hay en el cuerpo en
cuanto a repleción y vacuidad y el que distinga en ellas el amor bello y el
vergonzoso será el médico más experto. Y el que logre que se opere un cambio, de
suerte que el paciente adquiera en lugar de un amor el otro y, en aquellos en
los que no hay amor, pero es preciso que lo haya, sepa infundirlo y eliminar el
otro cuando está dentro, será también un buen profesional, Debe, pues, ser capaz
de hacer amigos entre sí a los elementos más enemigos existentes en el cuerpo y
de que se amen unos a otros. Y son los elementos más enemigos los más
contrarios: lo frío de lo caliente, lo amargo de lo dulce, lo seco de lo húmedo
y todas las cosas análogas. Sabiendo infundir amor y concordia en ellas, nuestro
antepasado Asclepio, como dicen los poetas, aquí presentes, y yo lo creo, fundó
nuestro arte. La medicina, pues, como digo, está gobernada toda ella por este
dios y, asimismo, también la gimnástica y la agricultura. Y que la música se
encuentra en la misma situación que éstas, resulta evidente para todo el que
ponga sólo un poco de atención, como posiblemente también quiere decir
Heráclito, pues en sus palabras, al menos, no lo expresa bien. Dice, en efecto,
que lo uno «siendo discordante en sí concuerda consigo mismo», «como la armonía
del arco y de la lira». Mas es un gran absurdo decir que la armonía es
discordante o que resulta de lo que todavía es discordante. Pero, quizás, lo que
quería decir era que resulta de lo que anteriormente ha sido discordante, de lo
agudo y de lo grave, que luego han concordado gracias al arte musical, puesto
que, naturalmente, no podría haber armonía de lo agudo y de lo grave cuando
todavía son discordantes. La armonía, ciertamente, es una consonancia, y la
consonancia es un acuerdo; pero un acuerdo a partir de cosas discordantes es
imposible que exista mientras sean discordantes y, a su vez, lo que es
discordante y no concuerda es imposible que armonice. Justamente como resulta
también el ritmo de lo rápido y de lo lento, de cosas que en un principio han
sido discordantes y después han concordado. Y el acuerdo en todos estos
elementos lo pone aquí la música, de la misma manera que antes lo ponía la
medicina. Y la música es, a su vez, un conocimiento de las operaciones amorosas
en relación con la armonía y el ritmo. Y si bien es cierto que en la
constitución misma de la armonía y el ritmo no es nada difícil distinguir estas
operaciones amorosas, ni el doble amor existe aquí por ninguna parte, sin
embargo, cuando sea preciso, en relación con los hombres, usar el ritmo y la
armonía, ya sea componiéndolos, lo que llaman precisamente composición melódica,
ya sea utilizando correctamente melodías y metros ya compuestos, lo que se llama
justamente educación, entonces sí que es difícil y se precisa de un buen
profesional. Una vez más, aparece, pues, la misma argumentación: que a los
hombres ordenados y a los que aún no lo son, para que lleguen a serlo, hay que
complacerles y preservar su amor. Y éste es el Eros hermoso, el celeste, el de
la Musa Urania. En cambio, el de Polimnia es el vulgar que debe aplicarse
cautelosamente a quienes uno lo aplique, para cosechar el placer que tiene y no
provoque ningún exceso, de la misma manera que en nuestra profesión es de mucha
importancia hacer buen empleo de los apetitos relativos al arte culinario, de
suerte que se disfrute del placer sin enfermedad. Así, pues, no sólo en la
música, sino también en la medicina y en todas las demás materias, tanto humanas
como divinas, hay que vigilar, en la medida en que sea factible, a uno y otro
Eros, ya que los dos se encuentran en ellas. Pues hasta la composición de las
estaciones del año está llena de estos dos, y cada vez que en sus relaciones
mutuas los elementos que yo mencionaba hace un instante, a saber, lo caliente y
lo frío, lo seco y lo húmedo, obtengan en suerte el Eros ordenado y reciban
armonía y razonable mezcla, llegan cargados de prosperidad y salud para los
hombres y demás animales y plantas, y no hacen ningún daño. Pero cuando en las
estaciones del año prevalece el Eros desmesurado, destruye muchas cosas y causa
un gran daño. Las plagas, en efecto, suelen originarse de tales situaciones y,
asimismo, otras muchas y variadas enfermedades entre los animales y las plantas.
Pues las escarchas, los granizos y el tizón resultan de la mutua preponderancia
y desorden de tales operaciones amorosas, cuyo conocimiento en relación con el
movimiento de los astros y el cambio de las estaciones del año se llama
astronomía. Más aún: también todos los sacrificios y actos que regula la
adivinación, esto es, la comunicación entre sí de los dioses y los hombres, no
tienen ninguna otra finalidad que la vigilancia y curación de Eros. Toda
impiedad, efectivamente, suele originarse cuando alguien no complace al Eros
ordenado y no le honra ni le venera en toda acción, sino al otro, tanto en
relación con los padres, vivos o muertos, como en relación con los dioses. Está
encomendado, precisamente, a la adivinación vigilar y sanar a los que tienen
estos deseos, con lo que la adivinación es, a su vez, un artífice de la amistad
entre los dioses y los hombres gracias a su conocimiento de las operaciones
amorosas entre los hombres que conciernen a la ley divina y a la piedad.
¡Tan múltiple y grande es la fuerza, o mejor dicho, la omnipotencia que tiene
todo Eros en general! Mas aquel que se realiza en el bien con moderación y
justicia, tanto en nosotros como en los dioses, ése es el que posee el mayor
poder y el que nos proporciona toda felicidad, de modo que podamos estar en
contacto y ser amigos tanto unos con otros como con los dioses, que son
superiores a nosotros. Quizás también yo haya pasado por alto muchas cosas en mi
elogio de Eros, mas no voluntariamente, por cierto. Pero, si he omitido algo, es
labor tuya, Aristófanes, completarlo, o si tienes la intención de encomiar al
dios de otra manera, hazlo, pues el hipo ya se te ha pasado.
Entonces Aristófanes –me dijo Aristodemo–, tomando a continuación la palabra,
dijo:
–Efectivamente, se me ha pasado, pero no antes de que le aplicara el estornudo,
de suerte que me pregunto con admiración si la parte ordenada de mi cuerpo desea
semejantes ruidos y cosquilleos, como es el estornudo, pues cesó el hipo tan
pronto como le apliqué el estornudo.
A lo que respondió Erixímaco:
–Mi buen Aristófanes, mira qué haces. Bromeas cuando estás a punto de hablar y
me obligas a convertirme en guardián de tu discurso para ver si dices algo
risible, a pesar de que te es posible hablar en paz.
Y Aristófanes, echándose a reír, dijo:
–Dices bien, Erixímaco, y considérese que no he dicho lo que acabo de decir.
Pero no me vigiles, porque lo que yo temo en relación con lo que voy a decir no
es que diga cosas risibles –pues esto sería un beneficio y algo característico
de mi musa–, sino cosas ridículas.
–Después de tirar la piedra –dijo Erixímaco– Aristófanes, crees que te vas a
escapar. Mas presta atención y habla como si fueras a dar cuenta de lo que
digas. No obstante, quizás, si me parece, te perdonaré.
–Efectivamente, Erixímaco –dijo Aristófanes–, tengo la intención de hablar de
manera muy distinta a como tú y Pausanias habéis hablado. Pues, a mi parecer,
los hombres no se han percatado en absoluto del poder de Eros, puesto que si se
hubiesen percatado le habrían levantado los mayores templos y altares y le
harían los más grandes sacrificios, no como ahora, que no existe nada de esto
relacionado con él, siendo así que debería existir por encima de todo. Pues es
el más filántropo de los dioses, al ser auxiliar de los hombres y médico de
enfermedades tales que, una vez curadas, habría la mayor felicidad para el
género humano. Intentaré, pues, explicaros su poder y vosotros seréis los
maestros de los demás. Pero, primero, es preciso que conozcáis la naturaleza
humana y las modificaciones que ha sufrido, ya que nuestra antigua naturaleza no
era la misma de ahora, sino diferente. En primer lugar, tres eran los sexos de
las personas, no dos, como ahora, masculino y femenino, sino que había, además,
un tercero que participaba de estos dos, cuyo nombre sobrevive todavía, aunque
él mismo ha desaparecido. El andrógino, en efecto, era entonces una cosa sola en
cuanto a forma y nombre, que participaba de uno y de otro, de lo masculino y de
lo femenino, pero que ahora no es sino un nombre que yace en la ignominia. En
segundo lugar, la forma de cada persona era redonda en su totalidad, con la
espalda y los costados en forma de círculo. Tenía cuatro manos, mismo numero de
pies que de manos y dos rostros perfectamente iguales sobre un cuello circular.
Y sobre estos dos rostros, situados en direcciones opuestas, una sola cabeza, y
además cuatro orejas, dos órganos sexuales, y todo lo demás como uno puede
imaginarse a tenor de lo dicho. Caminaba también recto como ahora, en cualquiera
de las dos direcciones que quisiera; pero cada vez que se lanzaba a correr
velozmente, al igual que ahora los acróbatas dan volteretas circulares haciendo
girar las piernas hasta la posición vertical, se movía en círculo rápidamente
apoyándose en sus miembros que entonces eran ocho. Eran tres los sexos y de
estas características, porque lo masculino era originariamente descendiente del
sol, lo femenino, de la tierra y lo que participaba de ambos, de la luna, pues
también la luna participa de uno y de otro. Precisamente eran circulares ellos
mismos y su marcha, por ser similares a sus progenitores. Eran también
extraordinarios en fuerza y vigor y tenían un inmenso orgullo, hasta el punto de
que conspiraron contra los dioses. Y lo que dice Homero de Esfialtes y de Oto se
dice también de ellos: que intentaron subir hasta el cielo para atacar a los
dioses. Entonces, Zeus y los demás dioses deliberaban sobre qué debían hacer con
ellos y no encontraban solución. Porque, ni podían matarlos y exterminar su
linaje, fulminándolos con el rayo como a los gigantes, pues entonces se les
habrían esfumado también los honores y sacrificios que recibían de parte de los
hombres, ni podían permitirles tampoco seguir siendo insolentes. Tras pensarlo
detenidamente dijo, al fin, Zeus: «Me parece que tengo el medio de cómo podrían
seguir existiendo los hombres y, a la vez, cesar de su desenfreno haciéndolos
más débiles. Ahora mismo, dijo, los cortaré en dos mitades a cada uno y de esta
forma serán a la vez más débiles y más útiles para nosotros por ser más
numerosos. Andarán rectos sobre dos piernas y si nos parece que todavía perduran
en su insolencia y no quieren permanecer tranquilos, de nuevo, dijo, los cortaré
en dos mitades, de modo que caminarán dando saltos sobre una sola pierna». Dicho
esto, cortaba a cada individuo en dos mitades, como los que cortan las serbas y
las ponen en conserva o como los que cortan los huevos con crines. Y al que iba
cortando ordenaba a Apolo que volviera su rostro y la mitad de su cuello en
dirección del corte, para que el hombre, al ver su propia división, se hiciera
más moderado, ordenándole también curar lo demás. Entonces, Apolo volvía el
rostro y, juntando la piel de todas partes en lo que ahora se llama vientre,
como bolsas cerradas con cordel, la ataba haciendo un agujero en medio del
vientre, lo que llaman precisamente ombligo. Alisó las otras arrugas en su
mayoría y modeló también el pecho con un instrumento parecido al de los
zapateros cuando alisan sobre la horma los pliegues de los cueros. Pero dejó
unas pocas en torno al vientre mismo y al ombligo, para que fueran un recuerdo
del antiguo estado. Así, pues, una vez que fue seccionada en dos la forma
original, añorando cada uno su propia mitad se juntaba con ella y rodeándose con
las manos y entrelazándose unos con otros, deseosos de unirse en una sola
naturaleza, morían de hambre y de absoluta inacción, por no querer hacer nada
separados unos de otros. Y cada vez que moría una de las mitades y quedaba la
otra, la que quedaba buscaba otra y se enlazaba con ella, ya se tropezara con la
mitad de una mujer entera, lo que ahora precisamente llamamos mujer, ya con la
de un hombre, y así seguían muriendo. Compadeciéndose entonces Zeus, inventa
otro recurso y traslada sus órganos genitales hacia la parte delantera, pues
hasta entonces también éstos los tenían por fuera y engendraban y parían no los
unos en los otros, sino en la tierra, como las cigarras. De esta forma, pues,
cambió hacia la parte frontal sus órganos genitales y consiguió que mediante
éstos tuviera lugar la generación en ellos mismos, a través de lo masculino en
lo femenino, para que si en el abrazo se encontraba hombre con mujer,
engendraran y siguiera existiendo la especie humana, pero, si se encontraba
varón con varón, hubiera, al menos, satisfacción de su contacto, descansaran,
volvieran a sus trabajos y se preocuparan de las demás cosas de la vida. Desde
hace tanto tiempo, pues, es el amor de los unos a los otros innato en los
hombres y restaurador de la antigua naturaleza, que intenta hacer uno solo de
dos y sanar la naturaleza humana. Por tanto, cada uno de nosotros es un símbolo
de hombre, al haber quedado seccionado en dos de uno solo, como los lenguados.
Por esta razón, precisamente, cada uno está buscando siempre su propio símbolo.
En consecuencia, cuantos hombres son sección de aquel ser de sexo común que
entonces se llamaba andrógino son aficionados a las mujeres, y pertenece también
a este género la mayoría de los adúlteros; y proceden también de él cuantas
mujeres, a su vez, son aficionadas a los hombres y adúlteras. Pero cuantas
mujeres son sección de mujer, no prestan mucha atención a los hombres, sino que
están más inclinadas a las mujeres, y de este género proceden también las
lesbianas. Cuantos, por el contrario, son sección de varón, persiguen a los
varones y mientras son jóvenes, al ser rodajas de varón, aman a los hombres y se
alegran de acostarse y abrazarse; éstos son los mejores de entre los jóvenes y
adolescentes, ya que son los más viriles por naturaleza. Algunos dicen que son
unos desvergonzados, pero se equivocan. Pues no hacen esto por desvergüenza,
sino por audacia, hombría y masculinidad, abrazando lo que es similar a ellos. Y
una gran prueba de esto es que, llegados al término de su formación, los de tal
naturaleza son los únicos que resultan valientes en los asuntos políticos. Y
cuando son ya unos hombres, aman a los mancebos y no prestan atención por
inclinación natural a los casamientos ni a la procreación de hijos, sino que son
obligados por la ley, pues les basta vivir solteros todo el tiempo en mutua
compañía. Por consiguiente, el que es de tal clase resulta, ciertamente, un
amante de mancebos y un amigo del amante, ya que siempre se apega a lo que le
está emparentado. Pero cuando se encuentran con aquella auténtica mitad de sí
mismos tanto el pederasta como cualquier otro, quedan entonces maravillosamente
impresionados por afecto, afinidad y amor, sin querer, por así decirlo,
separarse unos de otros ni siquiera por un momento. Éstos son los que permanecen
unidos en mutua compañía a lo largo de toda su vida, y ni siquiera podrían decir
qué desean conseguir realmente unos de otros. Pues a ninguno se le ocurriría
pensar que ello fuera el contacto de las relaciones sexuales y que, precisamente
por esto, el uno se alegra de estar en compañía del otro con tan gran empeño.
Antes bien, es evidente que el alma de cada uno desea otra cosa que no puede
expresar, si bien adivina lo que quiere y lo insinúa enigmáticamente. Y si
mientras están acostados juntos se presentara Hefesto con sus instrumentos y les
preguntara: «¿Qué es, realmente, lo que queréis, hombres, conseguir uno del
otro?», y si al verlos perplejos volviera a preguntarles: «¿Acaso lo que deseáis
es estar juntos lo más posible el uno del otro, de modo que ni de noche ni de
día os separéis el uno del otro? Si realmente deseáis esto, quiero fundiros y
soldaros en uno solo, de suerte que siendo dos lleguéis a ser uno, y mientras
viváis, como si fuerais uno solo, viváis los dos en común y, cuando muráis,
también allí en el Hades seáis uno en lugar de dos, muertos ambos a la vez.
Mirad, pues, si deseáis esto y estaréis contentos si lo conseguís.» Al oír estas
palabras, sabemos que ninguno se negaría ni daría a entender que desea otra
cosa, sino que simplemente creería haber escuchado lo que, en realidad, anhelaba
desde hacía tiempo: llegar a ser uno solo de dos, juntándose y fundiéndose con
el amado. Pues la razón de esto es que nuestra antigua naturaleza era como se ha
descrito y nosotros estábamos íntegros. Amor es, en consecuencia, el nombre para
el deseo y persecución de esta integridad. Antes, como digo, éramos uno, pero
ahora, por nuestra iniquidad, hemos sido separados por la divinidad, como los
arcadios por los lacedemonios. Existe, pues, el temor de que, si no somos
mesurados respecto a los dioses, podamos ser partidos de nuevo en dos y andemos
por ahí como los que están esculpidos en relieve en las estelas, serrados en dos
por la nariz, convertidos en téseras. Ésta es la razón, precisamente, por la que
todo hombre debe exhortar a otros a ser piadoso con los dioses en todo, para
evitar lo uno y conseguir lo otro, siendo Eros nuestro guía y caudillo. Que
nadie obre en su contra –y obra en su contra el que se enemista con los
dioses–, pues si somos sus amigos y estamos reconciliados con el dios,
descubriremos y nos encontraremos con nuestros propios amados, lo que ahora
consiguen sólo unos pocos. Y que no me interrumpa Erixímaco para burlarse de mi
discurso diciendo que aludo a Pausanias y a Agatón, pues tal vez también ellos
pertenezcan realmente a esta clase y sean ambos varones por naturaleza. Yo me
estoy refiriendo a todos, hombres y mujeres, cuando digo que nuestra raza sólo
podría llegar a ser plenamente feliz si lleváramos el amor a su culminación y
cada uno encontrara el amado que le pertenece retornando a su antigua
naturaleza. Y si esto es lo mejor, necesariamente también será lo mejor lo que,
en las actuales circunstancias, se acerque más a esto, a saber, encontrar un
amado que por naturaleza responda a nuestras aspiraciones. Por consiguiente, si
celebramos al dios causante de esto, celebraríamos con toda justicia a Eros, que
en el momento actual nos procura los mayores beneficios por llevarnos a lo que
nos es afín y nos proporciona para el futuro las mayores esperanzas de que, si
mostramos piedad con los dioses, nos hará dichosos y plenamente felices, tras
restablecernos en nuestra antigua naturaleza y curarnos.
Éste, Erixímaco, es –dijo– mi discurso sobre Eros, distinto, por cierto, al
tuyo. No lo ridiculices, como te pedí, para que oigamos también qué va a decir
cada uno de los restantes o, más bien, cada uno de los otros dos, pues quedan
Agatón y Sócrates.
–Pues bien, te obedeceré –me dijo Aristodemo que respondió Erixímaco–, pues
también a mí me ha gustado oír tu discurso. Y si no supiera que Sócrates y
Agatón son formidables en las cosas del amor, mucho me temería que vayan a estar
faltos de palabras, por lo mucho y variado que ya se ha dicho. En este caso, sin
embargo, tengo plena confianza.
–Tú mismo, Erixímaco –dijo entonces Sócrates–, has competido, en efecto, muy
bien, pero si estuvieras donde estoy yo ahora, o mejor, tal vez, donde esté
cuando Agatón haya dicho también su bello discurso, tendrías en verdad mucho
miedo y estarías en la mayor desesperación, como estoy yo ahora.
–Pretendes hechizarme Sócrates –dijo Agatón para que me desconcierte,
haciéndome creer que domina a la audiencia una gran expectación ante la idea de
que voy a pronunciar un bello discurso.
–Sería realmente desmemoriado, Agatón –respondió Sócrates–, si después de
haber visto tu hombría y elevado espíritu al subir al escenario con los actores
y mirar de frente a tanto público sin turbarte lo más mínimo en el momento de
presentar tu propia obra, creyese ahora que tú ibas a quedar desconcertado por
causa de nosotros, que sólo somos unos cuantos hombres.
–¿Y qué, Sócrates? –dijo Agatón–. ¿Realmente me consideras tan saturado de
teatro como para ignorar también que, para el que tenga un poco de sentido, unos
pocos inteligentes son más de temer que muchos estúpidos?
–En verdad no haría bien, Agatón –dijo Sócrates–, si tuviera sobre ti una
rústica opinión. Pues sé muy bien que si te encontraras con unos pocos que
consideraras sabios, te preocuparías más de ellos que de la masa. Pero tal vez
nosotros no seamos de esos inteligentes, pues estuvimos también allí y éramos
parte de la masa. No obstante, si te encontraras con otros realmente sabios,
quizás te avergonzarías ante ellos, si fueras consciente de hacer algo que tal
vez fuera vergonzoso. ¿O qué te parece?
–Que tienes razón –dijo.
–¿Y no te avergonzarías ante la masa, si creyeras hacer algo vergonzoso?
Entonces Fedro –me contó Aristodemo– les interrumpió y dijo:
–Querido Agatón, si respondes a Sócrates, ya no le importará nada de qué manera
se realice cualquiera de nuestros proyectos actuales, con tal que tenga sólo a
uno con quien pueda dialogar, especialmente si es bello. A mí, es verdad, me
gusta oír dialogar a Sócrates, pero no tengo más remedio que preocuparme del
encomio a Eros y exigir un discurso de cada uno de vosotros. Por consiguiente,
después de que uno y otro hayan hecho su contribución al dios, entonces ya
dialoguen.
–Dices bien, Fedro –respondió Agatón–; ya nada me impide hablar, pues con
Sócrates podré dialogar, también, después, en otras muchas ocasiones.
Yo quiero, en primer lugar, indicar cómo debo hacer la exposición y luego
pronunciar el discurso mismo. En efecto, me parece que todos los que han hablado
antes no han encomiado al dios, sino que han felicitado a los hombres por los
bienes que él les causa. Pero ninguno ha dicho cuál es la naturaleza misma de
quien les ha hecho estos regalos. La única manera correcta, sin embargo, de
cualquier cosa es explicar palabra por palabra cuál es la naturaleza de la
persona sobre la que se habla y de qué clase de efectos es, realmente,
responsable. De este modo, pues, es justo que nosotros también elogiemos a Eros,
primero a él mismo, cuál es su naturaleza, y después sus dones. Afirmo, por
tanto, que, si bien es cierto que todos los dioses son felices, Eros, si es
lícito decirlo sin incurrir en castigos divinos, es el más feliz de ellos por
ser el más hermoso y el mejor. Y es el más hermoso por ser de la naturaleza
siguiente. En primer lugar, Fedro, es el más joven de los dioses. Y una gran
prueba en favor de lo que digo nos la ofrece él mismo cuando huye
apresuradamente de la vejez, que obviamente es rápida o, al menos, avanza sobre
nosotros más rápidamente de lo que debiera. A ésta, en efecto, Eros la odia por
naturaleza y no se le aproxima ni de lejos. Antes bien, siempre está en compañía
de los jóvenes y es joven, pues mucha razón tiene aquel antiguo dicho de que lo
semejante se acerca siempre a lo semejante. Y yo, que estoy de acuerdo con Fedro
en otras muchas cosas, no estoy de acuerdo, sin embargo, en que Eros es más
antiguo que Crono y Jápeto, sino que sostengo, por el contrario, que es el más
joven de los dioses y siempre joven, y que aquellos antiguos hechos en relación
con los dioses, de que hablan Hesíodo y Parménides, se han originado bajo el
imperio de la Necesidad y no de Eros, suponiendo que aquéllos dijeran la verdad.
Pues no hubieran existido mutilaciones ni mutuos encadenamientos ni otras muchas
violencias, si Eros hubiera estado entre ellos, sino amistad y paz, como ahora,
desde que Eros es el soberano de los dioses. Es, pues, joven, pero además de
joven es delicado. Y está necesitado de un poeta como fue Homero para describir
la delicadeza de este dios. Homero, efectivamente, afirma que Ate es una diosa
delicada –al menos que sus pies son delicados– cuando dice:
sus pies ciertamente son delicados, pues al suelo no los acerca, sino que anda
sobre las cabezas de los hombres .
Hermosa, en efecto, en mi opinión, es la prueba que utiliza para poner de
manifiesto la delicadeza de la diosa: que no anda sobre lo duro, sino sobre lo
blando. Pues bien, también nosotros utilizaremos esta misma prueba en relación
con Eros para mostrar que es delicado. Pues no anda sobre la tierra ni sobre
cráneos, cosas que no son precisamente muy blandas, sino que anda y habita entre
las cosas más blandas que existen, ya que ha establecido su morada en los
caracteres y almas de los dioses y de los hombres. Y, por otra parte, no lo hace
en todas las almas indiscriminadamente, sino que si se tropieza con una que
tiene un temperamento duro, se marcha, mientras que si lo tiene suave, se queda.
En consecuencia, al estar continuamente en contacto, no sólo con sus pies, sino
con todo su ser, con las más blandas de entre las cosas más blandas, ha de ser
necesariamente el más delicado. Por tanto, es el más joven y el más delicado,
pero además es flexible de forma, ya que, si fuera rígido, no sería capaz de
envolver por todos lados ni de pasar inadvertido en su primera entrada y salida
de cada alma. Una gran prueba de su figura bien proporcionada y flexible es su
elegancia, cualidad que precisamente, según el testimonio de todos, posee Eros
en grado sumo, pues entre la deformidad y Eros hay siempre mutuo antagonismo. La
belleza de su tez la pone de manifiesto esa estancia entre flores del dios, pues
en lo que está sin flor o marchito, tanto si se trata del cuerpo como del alma o
de cualquier otra cosa, no se asienta Eros, pero donde haya un lugar bien
florido y bien perfumado, ahí se posa y permanece.
Sobre la belleza del dios, pues, sea suficiente lo dicho, aunque todavía quedan
por decir otras muchas cosas. Hay que hablar a continuación sobre la virtud de
Eros, y lo más importante aquí es que Eros ni comete injusticia contra dios u
hombre alguno, ni es objeto de injusticia por parte de ningún dios ni de ningún
hombre. Pues ni padece de violencia, si padece de algo, ya que la violencia no
toca a Eros, ni cuando hace algo, lo hace con violencia, puesto que todo el
mundo sirve de buena gana a Eros en todo, y lo que uno acuerde con otro de buen
grado dicen «las leyes reinas de la ciudad» que es justo. Pero, además de la
justicia, participa también de la mayor templanza.
Se reconoce, en efecto, que la templanza es el dominio de los placeres y deseos,
y que ningún placer es superior a Eros. Y si son inferiores serán vencidos por
Eros y los dominará, de suerte que Eros, al dominar los placeres y deseos, será
extraordinariamente templado. Y en lo que se refiere a valentía, a Eros «ni
siquiera Ares puede resistir» , pues no es Ares quien domina a Eros, sino Eros a
Ares –el amor por Afrodita, según se dice–. Ahora bien, el que domina es
superior al dominado y si domina al más valiente de los demás, será
necesariamente el más valiente de todos. Así, pues, se ha hablado sobre la
justicia, la templanza y la valentía del dios; falta hablar sobre su sabiduría,
pues, en la medida de lo posible, se ha de intentar no omitir nada. En primer
lugar, para honrar también yo a mi arte, como Erixímaco al suyo, es el dios
poeta tan hábil que incluso hace poeta a otro. En efecto, todo aquel a quien
toque Eros se convierte en poeta, –«aunque antes fuera extraño a las musas». De
esto, precisamente, conviene que nos sirvamos como testimonio, de que Eros es,
en general, un buen poeta en toda clase de creación artística. Pues lo que uno
no tiene o no conoce, ni puede dárselo ni enseñárselo a otro. Por otra parte,
respecto a la procreación de todos los seres vivos, ¿quién negará que es por
habilidad de Eros por la que nacen y crecen todos los seres? Finalmente, en lo
que se refiere a la maestría en las artes, ¿acaso no sabemos que aquel a quien
enseñe este dios resulta famoso e ilustre, mientras que a quien Eros no toque
permanece oscuro? El arte de disparar el arco, la medicina y la adivinación los
descubrió Apolo guiado por el deseo y el amor, de suerte que también él puede
considerarse un discípulo de Eros, como lo son las Musas en la música, Hefesto
en la forja, Atenea en el arte de tejer y Zeus en el de gobernar a dioses y
hombres. Ésta es la razón precisamente por la cual también las actividades de
los dioses se organizaron cuando Eros nació entre ellos –evidentemente, el de
la belleza, pues sobre la fealdad no se asienta Eros–. Pero antes, como dije al
principio, sucedieron entre los dioses muchas cosas terribles, según se dice,
debido al reinado de la Necesidad, mas tan pronto como nació este dios, en
virtud del amor a las cosas bellas, se han originado bienes de todas clases para
dioses y hombres.
De esta manera, Fedro, me parece que Eros, siendo él mismo, en primer lugar, el
más hermoso y el mejor, es causa luego para los demás de otras cosas semejantes.
Y se me ocurre también expresaros algo en verso, diciendo que es éste el que
produce
la paz entre los hombres, la calma tranquila en alta mar, el reposo de los
vientos y el sueño en las inquietudes.
Él es quien nos vacía de extrañamiento y nos llena de intimidad, el que hace que
se celebren en mutua compañía todas las reuniones como la presente, y en las
fiestas, en los coros y en los sacrificios resulta nuestro guía; nos otorga
mansedumbre y nos quita aspereza; dispuesto a dar cordialidad, nunca a dar
hostilidad; es propicio y amable; contemplado por los sabios, admirado por los
dioses; codiciado por los que no lo poseen, digna adquisición de los que lo
poseen mucho; padre de la molicie, de la delicadeza, de la voluptuosidad, de las
gracias, del deseo y de la nostalgia; cuidadoso de los buenos, despreocupado de
los malos; en la fatiga, en el miedo, en la nostalgia, en la palabra es el mejor
piloto, defensor, camarada y salvador; gloria de todos, dioses y hombres; el más
hermoso y mejor guía, al que debe seguir en su cortejo todo hombre, cantando
bellamente en su honor y participando en la oda que Eros entona y con la que
encanta la mente de todos los dioses y de todos los hombres.
Que este discurso mío, Fedro –dijo– quede dedicado como ofrenda al dios,
discurso que, en la medida de mis posibilidades, participa tanto de diversión
como de mesurada seriedad.
Al terminar de hablar Agatón, me dijo Aristodemo que todos los presentes
aplaudieron estruendosamente, ya que el joven había hablado en términos dignos
de sí mismo y del dios. Entonces Sócrates, con la mirada puesta en Erixímaco,
dijo:
–¿Te sigue pareciendo, oh hijo de Acúmeno, que mi temor de antes era
injustificado, o no crees, más bien, que he hablado como un profeta cuando decía
hace un momento que Agatón hablaría admirablemente y que yo me iba a encontrar
en una situación difícil?
–Una de las dos cosas, que Agatón hablaría bien –dijo Erixímaco–, creo, en
efecto, que la has dicho proféticamente. Pero que tú ibas a estar en una
situación difícil no lo creo.
–¿Y cómo, feliz Erixímaco, no voy a estarlo –dijo Sócrates–, no sólo yo, sino
cualquier otro, que tenga la intención de hablar después de pronunciado un
discurso tan espléndido y variado? Bien es cierto que los otros aspectos no han
sido igualmente admirables, pero por la belleza de las palabras y expresiones
finales, ¿quién no quedaría impresionado al oírlas? Reflexionando yo,
efectivamente, que por mi parte no iba a ser capaz de decir algo ni siquiera
aproximado a la belleza de estas palabras, casi me echo a correr y me escapo por
vergüenza, si hubiera tenido a dónde ir. Su discurso, ciertamente, me recordaba
a Gorgias, de modo que he experimentado exactamente lo que cuenta Homero: temí
que Agatón, al término de su discurso, lanzara contra el mío la cabeza de
Gorgias, terrible orador, y me convirtiera en piedra por la imposibilidad de
hablar. Y entonces precisamente comprendí que había hecho el ridículo cuando me
comprometí con vosotros a hacer, llegado mi turno, un encomio a Eros en vuestra
compañía y afirmé que era un experto en las cosas de amor, sin saber de hecho
nada del asunto, o sea, cómo se debe hacer un encomio cualquiera. Llevado por mi
ingenuidad, creía, en efecto, que se debía decir la verdad sobre cada aspecto
del objeto encomiado y que esto debía constituir la base, pero que luego
deberíamos seleccionar de estos mismos aspectos las cosas más hermosas y
presentarlas de la manera más atractiva posible. Ciertamente me hacía grandes
ilusiones de que iba a hablar bien, como si supiera la verdad de cómo hacer
cualquier elogio. Pero, según parece, no era éste el método correcto de elogiar
cualquier cosa, sino que, más bien, consiste en atribuir al objeto elogiado el
mayor número posible de cualidades y las más bellas, sean o no así realmente; y
si eran falsas, no importaba nada. Pues lo que antes se nos propuso fue, al
parecer, que cada uno de nosotros diera la impresión de hacer un encomio a Eros,
no que éste fuera realmente encomiado. Por esto, precisamente, supongo, removéis
todo tipo de palabras y se las atribuís a Eros, y afirmáis que es de tal
naturaleza y causante de tantos bienes, para que parezca el más hermoso y el
mejor posible, evidentemente ante los que no le conocen, no, por supuesto, ante
los instruidos, con lo que el elogio resulta hermoso y solemne. Pero yo no
conocía en verdad este modo de hacer un elogio y sin conocerlo os prometí
hacerlo también yo cuando llegara mi turno. «La lengua lo prometió, pero no el
corazón». ¡Que se vaya, pues, a paseo el encomio! Yo ya no voy a hacer un
encomio de esta manera, pues no podría. Pero, con todo, estoy dispuesto, si
queréis, a decir la verdad a mi manera, sin competir con vuestros discursos,
para no exponerme a ser objeto de risa. Mira, pues Fedro, si hay necesidad
todavía de un discurso de esta clase y queréis oír expresamente la verdad sobre
Eros, pero con las palabras y giros que se me puedan ocurrir sobre la marcha.
Entonces, Fedro y los demás –me contó Aristodemo le exhortaron a hablar como él
mismo pensaba que debía expresarse.
–Pues bien, Fedro –dijo Sócrates–, déjame preguntar todavía a Agatón unas
cuantas cosas, para que, una vez que haya obtenido su conformidad en algunos
puntos, pueda ya hablar.
–Bien, te dejo –respondió Fedro–. Pregunta, pues.
Después de esto –me dijo Aristodemo–, comenzó Sócrates más o menos así:
–En verdad, querido Agatón, me pareció que has introducido bien tu discurso
cuando decías que había que exponer primero cuál era la naturaleza de Eros mismo
y luego sus obras. Este principio me gusta mucho. Ea, pues, ya que a propósito
de Eros me explicaste, por lo demás, espléndida y formidablemente, cómo era,
dime también lo siguiente: ¿es acaso Eros de tal naturaleza que debe ser amor de
algo o de nada? Y no pregunto si es amor de una madre o de un padre –pues sería
ridícula la pregunta de si Eros es amor de madre o de padre–, sino como si
acerca de la palabra misma «padre» preguntara: ¿es el padre padre de alguien o
no? Sin duda me dirías, si quisieras responderme correctamente, que el padre es
padre de un hijo o de una hija. ¿O no?
–Claro que sí –dijo Agatón.
–¿Y no ocurre lo mismo con la palabra «madre»?
También en esto estuvo de acuerdo.
–Pues bien –dijo Sócrates– respóndeme todavía un poco mas, para que entiendas
mejor lo que quiero. Si te preguntara: ¿y qué?, ¿un hermano, en tanto que
hermano, es hermano de alguien o no?
Agatón respondió que lo era.
–¿Y no lo es de un hermano o de una hermana?
Agatón asintió.
–Intenta, entonces –prosiguió Sócrates–, decir lo mismo acerca del amor. ¿Es
Eros amor de algo o de nada?
–Por supuesto que lo es de algo.
–Pues bien –dijo Sócrates–, guárdate esto en tu mente y acuérdate de qué cosa
es el amor. Pero ahora respóndeme sólo a esto: ¿desea Eros aquello de lo que es
amor o no?
–Naturalmente –dijo.
–¿Y desea y ama lo que desea y ama cuando lo posee, o cuando no lo posee?
–Probablemente –dijo Agatón– cuando no lo posee.
–Considera, pues –continuó Sócrates–, si en lugar de probablemente no es
necesario que sea así, esto es, lo que desea aquello de lo que está falto y no
lo desea si no está falto de ello. A mí, en efecto, me parece extraordinario,
Agatón, que necesariamente sea así. ¿Y a ti cómo te parece?
–También a mí me lo parece –dijo Agatón.
–Dices bien. Pues, ¿desearía alguien ser alto, si es alto, o fuerte, si es
fuerte?
–Imposible, según lo que hemos acordado.
–Porque, naturalmente, el que ya lo es no podría estar falto de esas
cualidades.
–Tienes razón.
–Pues si –continuó Sócrates– el que es fuerte, quisiera ser fuerte, el que es
rápido, ser rápido, el que está sano, estar sano… –tal vez, en efecto, alguno
podría pensar, a propósito de estas cualidades y de todas las similares a éstas,
que quienes son así y las poseen desean también aquello que poseen; y lo digo
precisamente para que no nos engañemos–. Estas personas, Agatón, si te fijas
bien, necesariamente poseen en el momento actual cada una de las cualidades que
poseen, quieran o no. ¿Y quién desearía precisamente tener lo que ya tiene? Mas
cuando alguien nos diga: «Yo, que estoy sano, quisiera también estar sano, y
siendo rico quiero también ser rico, y deseo lo mismo que poseo», le diríamos:
«Tú, hombre, que ya tienes riqueza, salud y fuerza, lo que quieres realmente es
tener esto también en el futuro, pues en el momento actual, al menos, quieras o
no, ya lo posees. Examina, pues, si cuando dices ‘deseo lo que tengo’ no quieres
decir en realidad otra cosa que ‘quiero tener también en el futuro lo que en la
actualidad tengo’.» ¿Acaso no estaría de acuerdo?
Agatón –según me contó Aristodemo– afirmó que lo estaría. Entonces Sócrates
dijo:
–¿Y amar aquello que aún no está a disposición de uno ni se posee no es
precisamente esto, es decir, que uno tenga también en el futuro la conservación
y mantenimiento de estas cualidades?
–Sin duda –dijo Agatón.
–Por tanto, también éste y cualquier otro que sienta deseo, desea lo que no
tiene a su disposición y no está presente, lo que no posee, lo que él no es y de
lo que está falto. ¿No son éstas, más o menos, las cosas de las que hay deseo y
amor?
–Por supuesto –dijo Agatón.
–Ea, pues –prosiguió Sócrates–, recapitulemos los puntos en los que hemos
llegado a un acuerdo. ¿No es verdad que Eros es, en primer lugar, amor de algo
y, luego, amor de lo que tiene realmente necesidad?
–Sí –dijo.
–Siendo esto así, acuérdate ahora de qué cosas dijiste en tu discurso que era
objeto Eros. O, si quieres, yo mismo te las recordaré. Creo, en efecto, que
dijiste más o menos así, que entre los dioses se organizaron las actividades por
amor de lo bello, pues de lo feo no había amor. ¿No lo dijiste más o menos así?
–Así lo dije, en efecto –afirmó Agatón.
–Y lo dices con toda razón, compañero –dijo Sócrates–. Y si esto es así, ¿no
es verdad que Eros sería amor de la belleza y no de la fealdad?
Agatón estuvo de acuerdo en esto.
–¿Pero no se ha acordado que ama aquello de lo que está falto y no posee?
–Sí –dijo.
–Luego Eros no posee belleza y está falto de ella.
–Necesariamente –afirmó.
–¿Y qué? Lo que está falto de belleza y no la posee en absoluto, ¿dices tú que
es bello?
–No, por supuesto.
–¿Reconoces entonces todavía que Eros es bello, si esto es así?
–Me parece, Sócrates –dijo Agatón–, que no sabía nada de lo que antes dije.
–Y, sin embargo –continuó Sócrates–, hablaste bien, Agatón. Pero respóndeme
todavía un poco más. ¿Las cosas buenas no te parecen que son también bellas?
–A mí, al menos, me lo parece..
–Entonces, si Eros está falto de cosas bellas Y si las cosas buenas son bellas,
estará falto también de cosas buenas.
–Yo, Sócrates –dijo Agatón–, no podría contradecirte. Por consiguiente, que
sea así como dices.
–En absoluto –replicó Sócrates–; es a la verdad, querido Agatón, a la que no
puedes contradecir, ya que a Sócrates no es nada difícil. Pero voy a dejarte por
ahora y os contaré el discurso sobre Eros que oí un día de labios de una mujer
de Mantinea, Diotima, que era sabia en éstas y otras muchas cosas. Así, por
ejemplo, en cierta ocasión consiguió para los atenienses, al haber hecho un
sacrificio por la peste, un aplazamiento de diez años de la epidemia. Ella fue,
precisamente, la que me enseñó también las cosas del amor. Intentaré, pues,
exponeros, yo mismo por mi cuenta, en la medida en que pueda y partiendo de lo
acordado entre Agatón y yo, el discurso que pronunció aquella mujer. En
consecuencia, es preciso, Agatón, como tú explicaste, describir primero a Eros
mismo, quién es y cuál es su naturaleza, y exponer después sus obras. Me parece,
por consiguiente, que lo más fácil es hacer la exposición como en aquella
ocasión procedió la extranjera cuando iba interrogándome. Pues poco más o menos
también yo le decía lo mismo que Agatón ahora a mí: que Eros era un gran dios y
que lo era de las cosas bellas. Pero ella me refutaba con los mismos argumentos
que yo a él: que, según mis propias palabras, no era ni bello ni bueno.
–¿Cómo dices, Diotima? –le dije yo–. ¿Entonces Eros es feo y malo?
–Habla mejor –dijo ella–. ¿Crees que lo que no sea bello necesariamente habrá
de ser feo?
–Exactamente.
–¿Y lo que no sea sabio, ignorante? ¿No te has dado cuenta de que hay algo
intermedio entre la sabiduría y la ignorancia?
–¿Qué es ello?
–¿No sabes –dijo– que el opinar rectamente, incluso sin poder dar razón de
ello, no es ni saber, pues una cosa de la que no se puede dar razón no podría
ser conocimiento, ni tampoco ignorancia, pues lo que posee realidad no puede ser
ignorancia? La recta opinión es, pues, algo así como una cosa intermedia entre
el conocimiento y la ignorancia.
–Tienes razón –dije yo.
–No pretendas, por tanto, que lo que no es bello sea necesariamente feo, ni lo
que no es bueno, malo. Y así también respecto a Eros, puesto que tú mismo estás
de acuerdo en que no es ni bueno ni bello, no creas tampoco que ha de ser feo y
malo, sino algo intermedio, dijo, entre estos dos.
–Sin –embargo –dije yo–, se reconoce por todos que es un gran dios.
–Te refieres –dijo ella– a todos los que no saben o también a los que saben?
–Absolutamente a todos, por supuesto.
Entonces ella, sonriendo, me dijo:
–¿Y cómo podrían estar de acuerdo, Sócrates, en que es un gran dios aquellos
que afirman que ni siquiera es un dios?
–¿Quiénes son ésos? –dije yo.
–Uno eres tú –dijo– y otra yo.
–¿Cómo explicas eso? –le repliqué yo.
–Fácilmente –dijo ella–. Dime, ¿no afirmas que todos los dioses son felices y
bellos? ¿O te atreverías a afirmar que algunos de entre los dioses no es bello y
feliz?
–¡Por Zeus!, yo no –dije.
–¿Y no llamas felices, precisamente, a los que poseen las cosas buenas y
bellas?
–Efectivamente.
–Pero en relación con Eros al menos has reconocido que, por carecer de cosas
buenas y bellas, desea precisamente eso mismo de que está falto.
–Lo he reconocido, en efecto.
–¿Entonces cómo podría ser dios el que no participa de lo bello y de lo bueno?
–De ninguna manera, según parece.
–¿Ves, pues –dijo ella–, que tampoco tú consideras dios a Eros?
¿Qué puede ser, entonces, Eros? –dije yo–. ¿Un mortal?
–En absoluto.
–¿Pues qué entonces?
–Como en los ejemplos anteriores –dijo–, algo intermedio entre lo mortal y lo
inmortal.
–¿Y qué es ello, Diotima?
–Un gran demon, Sócrates. Pues también todo lo demónico está entre la divinidad
y lo mortal.
–¿Y qué poder tiene? –dije yo.
–Interpreta y comunica a los dioses las cosas de los hombres y a los hombres
las de los dioses, súplicas y sacrificios de los unos y de los otros órdenes y
recompensas por los sacrificios. Al estar en medio de unos y otros llena el
espacio entre ambos, de suerte que el todo queda unido consigo mismo como un
continuo. A través de él funciona toda la adivinación y el arte de los
sacerdotes relativa tanto a los sacrificios como a los ritos, ensalmos, toda
clase de mántica y la magia. La divinidad no tiene contacto con el hombre, sino
que es a través de este demon como se produce todo contacto y diálogo entre
dioses y hombres, tanto como si están despiertos como si están durmiendo. Y así,
el que es sabio en tales materias es un hombre demónico, mientras que el que lo
es en cualquier otra cosa, ya sea en las artes o en los trabajos manuales, es un
simple artesano. Estos démones, en efecto, son numerosos y de todas clases, y
uno de ellos es también Eros.
–¿Y quién es su padre y su madre? –dije yo.
–Es más largo –dijo– de contar, pero, con todo, te lo diré. Cuando nació
Afrodita, los dioses celebraron un banquete y, entre otros, estaba también
Poros, el hijo de Metis. Después que terminaron de comer, vino a mendigar Penía
, como era de esperar en una ocasión festiva, y estaba cerca de la puerta.
Mientras, Poros, embriagado de néctar –pues aún no había vino–, entró en el
jardín de Zeus y, entorpecido por la embriaguez, se durmió. Entonces Penía,
maquinando, impulsada por su carencia de recursos, hacerse un hijo de Poros, se
acuesta a su lado y concibió a Eros. Por esta razón, precisamente, es Eros
también acompañante y escudero de Afrodita, al ser engendrado en la fiesta del
nacimiento de la diosa y al ser, a la vez, por naturaleza un amante de lo bello,
dado que también Afrodita es bella. Siendo hijo, pues, de Poros y Penía, Eros se
ha quedado con las siguientes características. En primer lugar, es siempre
pobre, y lejos de ser delicado y bello, como cree la mayoría, es, más bien, duro
y seco, descalzo y sin casa, duerme siempre en el suelo y descubierto, se
acuesta a la intemperie en las puertas y al borde de los caminos, compañero
siempre inseparable de la indigencia por tener la naturaleza de su madre. Pero,
por otra parte, de acuerdo con la naturaleza de su padre, está al acecho de lo
bello y de lo bueno; es valiente, audaz y activo, hábil cazador, siempre
urdiendo alguna trama, ávido de sabiduría y rico en recursos, un amante del
conocimiento a lo largo de toda su vida, un formidable mago, hechicero y
sofista. No es por naturaleza ni inmortal ni mortal, sino que en el mismo día
unas veces florece y vive, cuando está en la abundancia, y otras muere, pero
recobra la vida de nuevo gracias a la naturaleza de su padre. Mas lo que
consigue siempre se le escapa, de suerte que Eros nunca ni está falto de
recursos ni es rico, y está, además, en el medio de la sabiduría y la
ignorancia. Pues la cosa es como sigue: ninguno de los dioses ama la sabiduría
ni desea ser sabio, porque ya lo es, como tampoco ama la sabiduría cualquier
otro que sea sabio. Por otro lado, los ignorantes ni aman la sabiduría ni desean
hacerse sabios, pues en esto precisamente es la ignorancia una cosa molesta: en
que quien no es ni bello, ni bueno, ni inteligente se crea a sí mismo que lo es
suficientemente. Así, pues, el que no cree estar necesitado no desea tampoco lo
que no cree necesitar.
–¿Quiénes son, Diotima, entonces –dije yo– los que aman la sabiduría, si no
son ni los sabios ni los ignorantes?
–Hasta para un niño es ya evidente –dijo– que son los que están en medio de
estos dos, entre los cuales estará también Eros. La sabiduría, en efecto, es una
de las cosas más bellas y Eros es amor de lo bello, de modo que Eros es
necesariamente amante de la sabiduría, y por ser amante de la sabiduría está,
por tanto, en medio del sabio y del ignorante. Y la causa de esto es también su
nacimiento, ya que es hijo de un padre sabio y rico en recursos y de una madre
no sabia e indigente. Ésta es, pues, querido Sócrates, la naturaleza de este
demon. Pero, en cuanto a lo que tú pensaste que era Eros, no hay nada
sorprendente en ello. Tú creíste, según me parece deducirlo de lo que dices, que
Eros era lo amado y no lo que ama. Por esta razón, me imagino, te parecía Eros
totalmente bello, pues lo que es susceptible de ser amado es también lo
verdaderamente bello, delicado, perfecto y digno de ser tenido por dichoso,
mientras que lo que ama tiene un carácter diferente, tal como yo lo describí.
–Sea así, extranjera –dije yo entonces–, pues hablas bien. Pero siendo Eros
de tal naturaleza, ¿qué función tiene para los hombres?
–Esto, Sócrates –dijo–, es precisamente lo que voy a intentar enseñarte a
continuación. Eros, efectivamente, es como he dicho y ha nacido así, pero a la
vez es amor de las cosas bellas, como tú afirmas. Mas si alguien nos preguntara:
«¿En qué sentido, Sócrates y Diotima, es Eros amor de las cosas bellas?» O así,
más claramente: el que ama las cosas bellas desea, ¿qué desea?
–Que lleguen a ser suyas –dije yo.
–Pero esta respuesta –dijo– exige aún la siguiente pregunta: ¿qué será de
aquel que haga suyas las cosas bellas?
Entonces le dije que todavía no podía responder de repente a esa pregunta.
–Bien –dijo ella–. Imagínate que alguien, haciendo un cambio y empleando la
palabra «bueno» en lugar de «bello», te preguntara: «Veamos, Sócrates, el que
ama las cosas buenas desea, ¿qué desea?».
–Que lleguen a ser suyas –dije.
–¿Y qué será de aquel que haga suya las cosas buenas?
–Esto ya –dije yo– puedo contestarlo más fácilmente: que será feliz.
–Por la posesión –dijo– de las cosas buenas, en efecto, los felices son
felices, y ya no hay necesidad de añadir la pregunta de por qué quiere ser feliz
el que quiere serio, sino que la respuesta parece que tiene su fin.
–Tienes razón –dije yo.
–Ahora bien, esa voluntad y ese deseo, ¿crees que es común a todos los hombres
y que todos quieren poseer siempre lo que es bueno? ¿O cómo piensas tú?
–Así –dije yo–, que es común a todos.
–¿Por qué entonces, Sócrates –dijo–, no decimos que todos aman, si realmente
todos aman lo mismo y siempre, sino que decimos que unos aman y otros no?
–También a mí me asombra eso –dije.
–Pues no te asombres –dijo–, ya que, de hecho, hemos separado una especie
particular de amor y, dándole el nombre del todo, la denominamos amor, mientras
que para las otras especies usamos otros nombres.
–¿Como por ejemplo? –dije yo.
–Lo siguiente. Tú sabes que la idea de «creación» (poíesis) es algo múltiple,
pues en realidad toda causa que haga pasar cualquier cosa del no ser al ser es
creación, de suerte que también los trabajos realizados en todas las artes son
creaciones y los artífices de éstas son todos creadores (poiétai).
–Tienes razón.
–Pero también sabes –continuó ella– que no se llaman creadores, sino que
tienen otros nombres y que del conjunto entero de creación se ha separado una
parte, la concerniente a la música y al verso, y se la denomina con el nombre
del todo. Únicamente a esto se llama, en efecto, «poesía», y «poetas» a los que
poseen esta porción de creación.
–Tienes razón –dije yo.
–Pues bien, así ocurre también con el amor. En general todo deseo de lo que es
bueno y de ser feliz es, para todo el mundo, «el grandísimo y engañoso amor» .
Pero unos se dedican a él de muchas diversas maneras, ya sea en los negocios, en
la afición a la gimnasia o en el amor a la sabiduría, y no se dice ni que están
enamorados ni se les llama amantes, mientras que los que se dirigen a él y se
afanan según una sola especie reciben el nombre del todo, amor, y de ellos se
dice que están enamorados y se les llama amantes
–Parece que dices la verdad –dije yo.
–Y se cuenta, ciertamente, una leyenda –siguió ella–, según la cual los que
busquen la mitad de sí mismos son los que están enamorados, pero, según mi
propia teoría, el amor no lo es ni de una mitad ni de un todo a no ser que sea,
amigo mío, realmente bueno, ya que los hombres están dispuestos a amputarse sus
propios pies y manos, si les parece que esas partes de sí mismos son malas. Pues
no es, creo yo, a lo suyo propio a lo que cada cual se aferra, excepto si se
identifica lo bueno con lo particular y propio de uno mismo y lo malo, en
cambio, con lo ajeno. Así que, en verdad, lo que los hombres aman no es otra
cosa que el bien. ¿O a ti te parece que aman otra cosa?
–A mí no, ¡por Zeus! –dije yo.
–¿Entonces –dijo ella–, se puede decir así simplemente que los hombres aman
el bien?
–Sí –dije.
–¿Y qué? ¿No hay que añadir –dijo– que aman también poseer el bien?
–Hay que añadirlo.
–¿Y no sólo –siguió ella– poseerlo, sino también poseerlo siempre?
–También eso hay que añadirlo.
–Entonces –dijo–, el amor es, en resumen, el deseo de poseer siempre el bien.
–Es exacto –dije yo– lo que dices.
–Pues bien –dijo ella–, puesto que el amor es siempre esto, ¿de qué manera y
en qué actividad se podría llamar amor al ardor y esfuerzo de los que lo
persiguen? ¿Cuál es justamente esta acción especial? ¿Puedes decirla?
–Si pudiera –dije yo–, no estaría admirándote, Diotima, por tu sabiduría ni
hubiera venido una y otra vez a ti para aprender precisamente estas cosas.
–Pues yo te lo diré –dijo ella–. Esta acción especial es, efectivamente, una
procreación en la belleza, tanto según el cuerpo como según el alma.
–Lo que realmente quieres decir –dije yo– necesita adivinación, pues no lo
entiendo.
–Pues te lo diré más claramente –dijo ella–. Impulso creador, Sócrates,
tienen, en efecto, todos los hombres, no sólo según el cuerpo, sino también
según el alma, y cuando se encuentran en cierta edad, nuestra naturaleza desea
procrear. Pero no puede procrear en lo feo, sino sólo en lo bello. La unión de
hombre y mujer es, efectivamente, procreación y es una obra divina, pues la
fecundidad y la reproducción es lo que de inmortal existe en el ser vivo, que es
mortal. Pero es imposible que este proceso llegue a producirse en lo que es
incompatible, e incompatible es lo feo con todo lo divino, mientras que lo bello
es, en cambio, compatible. Así, pues, la Belleza es la Moira y la Pitía del
nacimiento. Por esta razón, cuando lo que tiene impulso creador se acerca a lo
bello, se vuelve propicio y se derrama contento, procrea y engendra; pero cuando
se acerca a lo feo, ceñudo y afligido se contrae en sí mismo, se aparta, se
encoge y no engendra, sino que retiene el fruto de su fecundidad y lo soporta
penosamente. De ahí, precisamente, que al que está fecundado y ya abultado le
sobrevenga el fuerte arrebato por lo bello, porque libera al que lo posee de los
grandes dolores del parto. Pues el amor, Sócrates –dijo–, no es amor de lo
bello, como tú crees.
–¿Pues qué es entonces?
–Amor de la generación y procreación en lo bello.
–Sea así –dije yo.
–Por supuesto que es así –dijo–. Ahora bien, ¿por qué precisamente de la
generación? Porque la generación es algo eterno e inmortal en la medida en que
pueda existir en algo mortal. Y es necesario, según lo acordado, desear la
inmortalidad junto con el bien, si realmente el amor tiene por objeto la
perpetua posesión del bien. Así, pues, según se desprende de este razonamiento,
necesariamente el amor es también amor de la inmortalidad.
Todo esto, en efecto, me enseñaba siempre que hablaba conmigo sobre cosas del
amor. Pero una vez me preguntó:
–¿Qué crees tú, Sócrates, que es la causa de ese amor y de ese deseo? ¿O no te
das cuenta de en qué terrible estado se encuentran todos los animales, los
terrestres y los alados, cuando desean engendrar, cómo todos ellos están
enfermos y amorosamente dispuestos, en primer lugar en relación con su mutua
unión y luego en relación con el cuidado de la prole, cómo por ella están
prestos no sólo a luchar, incluso los más débiles contra los más fuertes, sino
también a morir, cómo ellos mismos están consumidos por el hambre para
alimentarla y así hacen todo lo demás? Si bien –dijo– podría pensarse que los
hombres hacen esto por reflexión, respecto a los animales, sin embargo, ¿cuál
podría ser la causa de semejantes disposiciones amorosas? ¿Puedes decírmela?
Y una vez más yo le decía que no sabía.
–¿Y piensas –dijo ella– llegar a ser algún día experto en las cosas M amor,
si no entiendes esto?
–Pues por eso precisamente, Diotima, como te dije antes, he venido a ti,
consciente de que necesito maestros. Dime, por tanto, la causa de esto y de todo
lo demás relacionado con las cosas del amor.
–Pues bien, –dijo–, si crees que el amor es por naturaleza amor de lo que
repetidamente hemos convenido, no te extrañes, ya que en este caso, y por la
misma razón que en el anterior, la naturaleza mortal busca, en la medida de lo
posible, existir siempre y ser inmortal. Pero sólo puede serlo de esta manera:
por medio de la procreación, porque siempre deja otro ser nuevo en lugar del
viejo. Pues incluso en el tiempo en que se dice que vive cada una de las
criaturas vivientes y que es la misma, como se dice, por ejemplo, que es el
mismo un hombre desde su niñez hasta que se hace viejo, sin embargo, aunque se
dice que es el mismo, ese individuo nunca tiene en sí las mismas cosas, sino que
continuamente se renueva y pierde otros elementos, en su pelo, en su carne, en
sus huesos, en su sangre y en todo su cuerpo. Y no sólo en el cuerpo, sino
también en el alma: los hábitos, caracteres, opiniones, deseos, placeres,
tristezas, temores, ninguna de estas cosas jamás permanece la misma en cada
individuo, sino que unas nacen y otras mueren. Pero mucho más extraño todavía
que esto es que también los conocimientos no sólo nacen unos y mueren otros en
nosotros, de modo que nunca somos los mismos ni siquiera en relación con los
conocimientos, sino que también le ocurre lo mismo a cada uno de ellos en
particular. Pues lo que se llama practicar existe porque el conocimiento sale de
nosotros, ya que el olvido es la salida de un conocimiento, mientras que la
práctica, por el contrario, al implantar un nuevo recuerdo en lugar del que se
marcha, mantiene el conocimiento, hasta el punto de que parece que es el mismo.
De esta manera, en efecto, se conserva todo lo mortal, no por ser siempre
completamente lo mismo, como lo divino, sino porque lo que se marcha y está ya
envejecido deja en su lugar otra cosa nueva semejante a lo que era. Por este
procedimiento, Sócrates –dijo–, lo mortal participa de inmortalidad, tanto el
cuerpo como todo lo demás; lo inmortal, en cambio, participa de otra manera. No
te extrañes, pues, si todo ser estima por naturaleza a su propio vástago, pues
por causa de inmortalidad ese celo y ese amor acompaña a todo ser.
Cuando hube escuchado este discurso, lleno de admiración le dije:
–Bien, sapientísima Diotima, ¿es esto así en verdad?
Y ella, como los auténticos sofistas, me contestó:
–Por supuesto, Sócrates, ya que, si quieres reparar en el amor de los hombres
por los honores, te quedarías asombrado también de su irracionalidad, a menos
que medites en relación con lo que yo he dicho, considerando en qué terrible
estado se encuentran por el amor de llegar a ser famosos «y dejar para siempre
una fama inmortal». Por esto, aún más que por sus hijos, están dispuestos a
arrostrar todos los peligros, a gastar su dinero, a soportar cualquier tipo de
fatiga y a dar su vida. Pues, ¿crees tú –dijo– que Alcestis hubiera muerto por
Admeto o que Aquiles hubiera seguido en su muerte a Patroclo o que vuestro Codro
se hubiera adelantado a morir por el reinado de sus hijos, si no hubiera creído
que iba a quedar de ellos el recuerdo inmortal que ahora tenemos por su virtud?
Ni mucho menos –dijo–, sino que más bien, creo yo por inmortal virtud y por
tal ilustre renombre todos hacen todo, y cuanto mejores sean, tanto más, pues
aman lo que es inmortal. En consecuencia, los que son fecundos –dijo– según el
cuerpo se dirigen preferentemente a las mujeres y de esta manera son amantes,
procurándose mediante la procreación de hijos inmortalidad, recuerdo y
felicidad, según creen, para todo tiempo futuro. En cambio, los que son fecundos
según el alma… pues hay, en efecto –dijo–, quienes conciben en las almas aún
más que en los cuerpos lo que corresponde al alma concebir y dar a luz. ¿Y qué
es lo que le corresponde? El conocimiento y cualquier otra virtud, de las que
precisamente son procreadores todos los poetas y cuantos artistas se dice que
son inventores. Pero el conocimiento mayor y el más bello es, con mucho, la
regulación de lo que concierne a las ciudades y familias, cuyo nombre es mesura
y justicia. Ahora bien, cuando uno de éstos se siente desde joven fecundo en el
alma, siendo de naturaleza divina, y, llegada la edad, desea ya procrear y
engendrar, entonces busca también él, creo yo, en su entorno la belleza en la
que pueda engendrar, pues en lo feo nunca engendrará. Así, pues, en razón de su
fecundidad, se apega a los cuerpos bellos más que a los feos, y si se tropieza
con un alma bella, noble y bien dotada por naturaleza, entonces muestra un gran
interés por el conjunto; ante esta persona tiene al punto abundancia de
razonamientos sobre la virtud, sobre cómo debe ser el hombre bueno y lo que debe
practicar, e intenta educarlo. En efecto, al estar en contacto, creo yo, con lo
bello y tener relación con ello, da a luz y procrea lo que desde hacía tiempo
tenía concebido, no sólo en su presencia, sino también recordándolo en su
ausencia, y en común con el objeto bello ayuda a criar lo engendrado, de suerte
que los de tal naturaleza mantienen entre sí una comunidad mucho mayor que la de
los hijos y una amistad más sólida, puesto que tienen en común hijos más bellos
y más inmortales. Y todo el mundo preferiría para sí haber engendrado tales
hijos en lugar de los humanos, cuando echa una mirada a Homero, a Hesíodo y
demás buenos poetas, y siente envidia porque han dejado de sí descendientes
tales que les procuran inmortal fama y recuerdo por ser inmortales ellos mismos;
o si quieres –dijo–, los hijos que dejó Licurgo en Lacedemonia, salvadores de
Lacedemonia y, por así decir, de la Hélade entera. Honrado es también entre
vosotros Solón , por haber dado origen a vuestras leyes, y otros muchos hombres
lo son en otras muchas partes, tanto entre los griegos como entre los bárbaros,
por haber puesto de manifiesto muchas y hermosas obras y haber engendrado toda
clase de virtud. En su honor se han establecido ya también muchos templos y
cultos por tales hijos, mientras que por hijos mortales todavía no se han
establecido para nadie.
Éstas son, pues, las cosas del amor en cuyo misterio también tú, Sócrates, tal
vez podrías iniciarte. Pero en los ritos finales y suprema revelación, por cuya
causa existen aquéllas, si se procede correctamente, no sé si serías capaz de
iniciarte . Por consiguiente, yo misma te los diré –afirmó– y no escatimaré
ningún esfuerzo; intenta seguirme, si puedes. Es preciso, en efecto –dijo– que
quien quiera ir por el recto camino a ese fin comience desde joven a dirigirse
hacia los cuerpos bellos Y, si su guía lo dirige rectamente, enamorarse en
primer lugar de un solo cuerpo y engendrar en él bellos razonamientos; luego
debe comprender que la belleza que hay en cualquier cuerpo es afín a la que hay
en otro y que, si es preciso perseguir la belleza de la forma, es una gran
necedad no considerar una y la misma la belleza que hay en todos los cuerpos.
Una vez que haya comprendido esto, debe hacerse amante de todos los cuerpos
bellos y calmar ese fuerte arrebato por uno solo, despreciándolo y
considerándolo insignificante. A continuación debe considerar más valiosa la
belleza de las almas que la del cuerpo, de suerte que si alguien es virtuoso de
alma, aunque tenga un escaso esplendor, séale suficiente para amarle, cuidarle,
engendrar y buscar razonamientos tales que hagan mejores a los jóvenes, para que
sea obligado, una vez más, a contemplar la belleza que reside en las normas de
conducta y en las leyes y a reconocer que todo lo bello está emparentado consigo
mismo, y considere de esta forma la belleza del cuerpo como algo insignificante.
Después de las normas de conducta debe conducirle a las ciencias, para que vea
también la belleza de éstas y, fijando ya su mirada en esa inmensa belleza, no
sea, por servil dependencia, mediocre y corto de espíritu, apegándose, como un
esclavo, a la belleza de un solo ser, cual la de un muchacho, de un hombre o de
una norma de conducta, sino que, vuelto hacia ese mar de lo bello y
contemplándolo, engendre muchos bellos y magníficos discursos y pensamientos en
ilimitado amor por la sabiduría, hasta que fortalecido entonces y crecido
descubra una única ciencia cual es la ciencia de una belleza como la siguiente.
Intenta ahora –dijo– prestarme la máxima atención posible. En efecto, quien
hasta aquí haya sido instruido en las cosas del amor, tras haber contemplado las
cosas bellas en ordenada y correcta sucesión, descubrirá de repente, llegando ya
al término de su iniciación amorosa, algo maravillosamente bello por naturaleza,
a saber, aquello mismo, Sócrates, por lo que precisamente se hicieron todos los
esfuerzos anteriores, que, en primer lugar, existe siempre y ni nace ni perece,
ni crece ni decrece; en segundo lugar, no es bello en un aspecto y feo en otro,
ni unas veces bello y otras no, ni bello respecto a una cosa y feo respecto a
otra, ni aquí bello y allí feo, como si fuera para unos bello y para otros feo.
Ni tampoco se le aparecerá esta belleza bajo la forma de un rostro ni de unas
manos ni de cualquier otra cosa de las que participa un cuerpo, ni como un
razonamiento, ni como una ciencia, ni como existente en otra cosa, por ejemplo,
en un ser vivo, en la tierra, en el cielo o en algún otro, sino la belleza en
sí, que es siempre consigo misma específicamente única, mientras que todas las
otras cosas bellas participan de ella de una manera tal que el nacimiento y
muerte de éstas no le causa ni aumento ni disminución, ni le ocurre
absolutamente nada. Por consiguiente, cuando alguien asciende a partir de las
cosas de este mundo mediante el recto amor de los jóvenes y empieza a divisar
aquella belleza, puede decirse que toca casi el fin. Pues ésta es justamente la
manera correcta de acercarse a las cosas del amor o de ser conducido por otro:
empezando por las cosas bellas de aquí y sirviéndose de ellas como de peldaños
ir ascendiendo continuamente, en base a aquella belleza, de uno solo a dos y de
dos a todos los cuerpos bellos y de los cuerpos bellos a las bellas normas de
conducta, y de las normas de conducta a los bellos conocimientos, y partiendo de
éstos terminar en aquel conocimiento que es conocimiento no de otra cosa sino de
aquella belleza absoluta, para que conozca al fin lo que es la belleza en sí. En
este período de la vida, querido Sócrates –dijo la extranjera de Mantinea–,
más que en ningún otro, le merece la pena al hombre vivir: cuando contempla la
belleza en sí. Si alguna vez llegas a verla, te parecerá que no es comparable ni
con el oro ni con los vestidos ni con los jóvenes y adolescentes bellos, ante
cuya presencia ahora te quedas extasiado y estás dispuesto, tanto tú como otros
muchos, con tal de poder ver al amado y estar siempre con él, a no comer ni
beber, si fuera posible, sino únicamente a contemplarlo y estar en su compañía.
¿Qué debemos imaginar, pues –dijo–, si le fuera posible a alguno ver la
belleza en sí, pura, limpia, sin mezcla y no infectada de carnes humanas, ni de
colores ni, en suma, de otras muchas fruslerías mortales, y pudiera contemplar
la divina belleza en sí, específicamente única? ¿Acaso crees –dijo– que es
vana la vida de un hombre que mira en esa dirección, que contempla esa belleza
con lo que es necesario contemplarla y vive en su compañía? ¿O no crees –dijo–
que sólo entonces, cuando vea la belleza con lo que es visible, le será posible
engendrar, no ya imágenes de virtud, al no estar en contacto con una imagen,
sino virtudes verdaderas, ya que está en contacto con la verdad? Y al que ha
engendrado y criado una virtud verdadera, ¿no crees que le es posible hacerse
amigo de los dioses y llegar a ser, si algún otro hombre puede serlo, inmortal
también él?
–Esto, Fedro, y demás amigos, dijo Diotima y yo quedé convencido; y convencido
intento también persuadir a los demás de que para adquirir esta posesión
difícilmente podría uno tomar un colaborador de la naturaleza humana mejor que
Eros. Precisamente, por eso, yo afirmo que todo hombre debe honrar a Eros, y no
sólo yo mismo honro las cosas del amor y las practico sobremanera, sino que
también las recomiendo a los demás y ahora y siempre elogio el poder y la
valentía de Eros, en la medida en que soy capaz. Considera, pues, Fedro, este
discurso, si quieres, como un encomio dicho en honor de Eros o, si prefieres,
dale el nombre que te guste y como te guste.
Cuando Sócrates hubo dicho esto, me contó Aristodemo que los demás le elogiaron,
pero que Aristófanes intentó decir algo, puesto que Sócrates al hablar le había
mencionado a propósito de su discurso. Mas de pronto la puerta del patio fue
golpeada y se produjo un gran ruido como de participantes en una fiesta, y se
oyó el sonido de una flautista. Entonces Agatón dijo:
–Esclavos, id a ver y si es alguno de nuestros conocidos, hacedle pasar; pero
si no, decid que no estamos bebiendo, sino que estamos durmiendo ya.
No mucho después se oyó en el patio la voz de Alcibíades, fuertemente borracho,
preguntando a grandes gritos dónde estaba Agatón y pidiendo que le llevaran
junto a él. Le condujeron entonces hasta ellos, así como a la flautista que le
sostenía y a algunos otros de sus acompañantes, pero él se detuvo en la puerta,
coronado con una tupida corona de hiedra y violetas y con muchas cintas sobre la
cabeza, y dijo:
–Salud, caballeros. ¿Acogéis como compañero de bebida a un hombre que está
totalmente borracho, o debemos marcharnos tan pronto como hayamos coronado a
Agatón, que es a lo que hemos venido? Ayer, en efecto, dijo, no me fue posible
venir, pero ahora vengo con estas cintas sobre la cabeza, para de mi cabeza
coronar la cabeza del hombre más sabio y más bello, si se me permite hablar así.
¿Os burláis de mí porque estoy borracho? Pues, aunque os riáis, yo sé bien que
digo la verdad. Pero decidme enseguida: ¿entro en los términos acordados, o no?,
¿beberéis conmigo, o no?
Todos lo aclamaron y lo invitaron a entrar y tomar asiento. Entonces Agatón lo
llamó y él entró conducido por sus acompañantes, y desatándose al mismo tiempo
las cintas para coronar a Agatón, al tenerlas delante de los ojos, no vio a
Sócrates y se sentó junto a Agatón, en medio de éste y Sócrates, que le hizo
sitio en cuanto lo vio. Una vez sentado, abrazó a Agatón y lo coronó.
–Esclavos –dijo entonces Agatón–, descalzad a Alcibíades, para que se acomode
aquí como tercero.
–De acuerdo –dijo Alcibíades–, pero ¿quién es ese tercer compañero de bebida
que está aquí con nosotros?
Y, a la vez que se volvía, vio a Sócrates, y al verlo se sobresaltó y dijo:
–¡Heracles! ¿Qué es esto? ¿Sócrates aquí? Te has acomodado aquí acechándome de
nuevo, según tu costumbre de aparecer de repente donde yo menos pensaba que ibas
a estar. ¿A qué has venido ahora? ¿Por qué te has colocado precisamente aquí?
Pues no estás junto a Aristófanes ni junto a ningún otro que sea divertido y
quiera serlo, sino que te las has arreglado para ponerte al lado del más bello
de los que están aquí dentro.
–Agatón –dijo entonces Sócrates–, mira a ver si me vas a defender, pues mi
pasión por este hombre se me ha convertido en un asunto de no poca importancia.
En efecto, desde aquella vez en que me enamoré de él, ya no me es posible ni
echar una mirada ni conversar siquiera con un solo hombre bello sin que éste,
teniendo celos y envidia de mí, haga cosas raras, me increpe y contenga las
manos a duras penas. Mira, pues, no sea que haga algo también ahora;
reconcílianos o, si intenta hacer algo violento, protégeme, pues yo tengo mucho
miedo de su locura y de su pasión por el amante.
–En absoluto –dijo Alcibíades–, no hay reconciliación entre tú y yo. Pero ya
me vengaré de ti por esto en otra ocasión. Ahora, Agatón –dijo–, dame algunas
de esas cintas para coronar también ésta su admirable cabeza y para que no me
reproche que te coroné a ti y que, en cambio, a él, que vence a todo el mundo en
discursos, no sólo anteayer como tú, sino siempre, no le coroné.
Al mismo tiempo cogió algunas cintas, coronó a Sócrates y se acomodó. Y cuando
se hubo reclinado dijo:
–Bien, caballeros. En verdad me parece que estáis sobrios y esto no se os puede
permitir, sino que hay que beber, pues así lo hemos acordado. Por consiguiente,
me elijo a mí mismo como presidente de la bebida, hasta que vosotros bebáis lo
suficiente. Que me traigan, pues, Agatón, una copa grande, si hay alguna. O más
bien, no hace ninguna falta. Trae, esclavo, aquella vasija de refrescar el vino
–dijo–, al ver que contenía más de ocho cótilas.
Una vez llena, se la bebió de un trago, primero, él y, luego, ordenó llenarla
para Sócrates, a la vez que decía:
–Ante Sócrates, señores, este truco no me sirve de nada, pues beberá cuanto se
le pida y nunca se embriagará.
En cuanto hubo escanciado el esclavo, Sócrates se puso a beber. Entonces,
Erixímaco dijo:
–¿Cómo lo hacemos, Alcibíades? ¿Así, sin decir ni cantar nada ante la copa,
sino que vamos a beber simplemente como los sedientos?
–Erixímaco –dijo Alcibíades–, excelente hijo del mejor y más prudente padre,
salud.
–También para ti, dijo Erixímaco, pero ¿qué vamos a hacer?
–Lo que tú ordenes, pues hay que obedecerte porque un médico equivale a muchos
otros hombres. Manda, pues, lo que quieras.
–Escucha, entonces –dijo Erixímaco–. Antes de que tú entraras habíamos
decidido que cada uno debía pronunciar por turno, de izquierda a derecha, un
discurso sobre Eros lo más bello que pudiera y hacer su encomio. Todos los demás
hemos hablado ya. Pero puesto que tú no has hablado y ya has bebido, es justo
que hables y, una vez que hayas hablado, ordenes a Sócrates lo que quieras, y
éste al de la derecha y así los demás.
–Dices bien, Erixímaco –dijo Alcibíades–, pero comparar el discurso de un
hombre bebido con los discursos de hombres serenos no sería equitativo. Además,
bienaventurado amigo, ¿te convence Sócrates en algo de lo que acaba de decir?
¿No sabes que es todo lo contrario de lo que decía? Efectivamente, si yo elogio
en su presencia a algún otro, dios u hombre, que no sea él, no apartará de mí
sus manos.
–¿No hablarás mejor? –dijo Sócrates.
–¡Por Poseidón! –exclamó Alcibíades–, no digas nada en contra, que yo no
elogiaría a ningún otro estando tú presente.
–Pues bien, hazlo así –dijo Erixímaco–, si quieres. Elogia a Sócrates.
–¿Qué dices? –dijo Alcibíades. ¿Te parece bien, Erixímaco, que debo hacerlo?
¿Debo atacar a este hombre y vengarme delante de todos vosotros?
¡Eh, tú! –dijo Sócrates–, ¿qué tienes en la mente? ¿Elogiarme para ponerme en
ridículo?, ¿o qué vas a hacer?
–Diré la verdad. Mira si me lo permites.
–Por supuesto –dijo Sócrates–, tratándose de la verdad, te permito y te
invito a decirla.
–La diré inmediatamente –dijo Alcibíades–. Pero tú haz lo siguiente: si digo
algo que no es verdad, interrúmpeme, si quieres, y di que estoy mintiendo, pues
no falsearé a nada, al menos voluntariamente. Mas no te asombres si cuento mis
recuerdos de manera confusa, ya que no es nada fácil para un hombre en este
estado enumerar con facilidad y en orden tus rarezas.
A Sócrates, señores, yo intentaré elogiarlo de la siguiente manera: por medio de
imágenes . Quizás él creerá que es para provocar la risa, pero la imagen tendrá
por objeto la verdad, no la burla. Pues en mi opinión es lo más parecido a esos
silenos existentes en los talleres de escultura, que fabrican los artesanos con
siringas o flautas en la mano y que, cuando se abren en dos mitades, aparecen
con estatuas de dioses en su interior. Y afirmo, además, que se parece al sátiro
Marsias. Así, pues, que eres semejante a éstos, al menos en la forma, Sócrates,
ni tú mismo podrás discutirlo, pero que también te pareces en lo demás,
escúchalo a continuación. Eres un lujurioso. ¿O no? Si no estás de acuerdo,
presentaré testigos. Pero, ¿que no eres flautista? Por supuesto, y mucho más
extraordinario que Marsias. Éste, en efecto, encantaba a los hombres mediante
instrumentos con el poder de su boca y aún hoy encanta al que interprete con la
flauta sus melodías –pues las que interpretaba Olimpo digo que son de Marsias,
su maestro–. En todo caso, sus melodías, ya las interprete un buen flautista o
una flautista mediocre, son las únicas que hacen que uno quede poseso y revelan,
por ser divinas, quiénes necesitan de los dioses y de los ritos de iniciación.
Mas tú te diferencias de él sólo en que sin instrumentos, con tus meras
palabras, haces lo mismo. De hecho, cuando nosotros oímos a algún otro, aunque
sea muy buen orador, pronunciar otros discursos, a ninguno nos importa, por así
decir, nada. Pero cuando se te oye a ti o a otro pronunciando tus palabras,
aunque sea muy torpe el que las pronuncie, ya se trate de mujer, hombre o joven
quien las escucha, quedamos pasmados y posesos. Yo, al menos, señores, si no
fuera porque iba a parecer que estoy totalmente borracho, os diría bajo
juramento qué impresiones me han causado personalmente sus palabras y todavía
ahora me causan. Efectivamente, cuando le escucho, mi corazón palpita mucho más
que el de los poseídos por la música de los coribantes, las lágrimas se me caen
por culpa de sus palabras y veo que también a otros muchos les ocurre lo mismo.
En cambio, al oír a Pericles y a otros buenos oradores, si bien pensaba que
hablaban elocuentemente, no me ocurría, sin embargo, nada semejante, ni se
alborotaba mi alma, ni se irritaba en la idea de que vivía como esclavo,
mientras que por culpa de este Marsias, aquí presente, muchas veces me he
encontrado, precisamente, en un estado tal que me parecía que no valía la pena
vivir en las condiciones en que estoy. Y esto, Sócrates, no dirás que no es
verdad. Incluso todavía ahora soy plenamente consciente de que si quisiera
prestarle oído no resistiría, sino que me pasaría lo mismo, pues me obliga a
reconocer que, a pesar de estar falto de muchas cosas, aún me descuido de mí
mismo y me ocupo de los asuntos de los atenienses. A la fuerza, pues, me tapo
los oídos y salgo huyendo de él como de las sirenas , para no envejecer sentado
aquí a su lado. Sólo ante él de entre todos los hombres he sentido lo que no se
creería que hay en mí: el avergonzarme ante alguien. Yo me avergüenzo únicamente
ante él, pues sé perfectamente que, si bien no puedo negarle que no se debe
hacer lo que ordena, sin embargo, cuando me aparto de su lado, me dejo vencer
por el honor que me dispensa la multitud. Por consiguiente, me escapo de él y
huyo, y cada vez que le veo me avergüenzo de lo que he reconocido. Y muchas
veces vería con agrado que ya no viviera entre los hombres, pero si esto
sucediera, bien sé que me dolería mucho más, de modo que no sé cómo tratar con
este hombre.
Tal es, pues, lo que yo y otros muchos hemos experimentado por las melodías de
flauta de este sátiro. Pero oídme todavía cuán semejante es en otros aspectos a
aquellos con quienes le comparé y qué extraordinario poder tiene, pues tened por
cierto que ninguno de vosotros le conoce. Pero yo os lo describiré, puesto que
he empezado. Veis, en efecto, que Sócrates está en disposición amorosa con los
jóvenes bellos, que siempre está en torno suyo y se queda extasiado, y que, por
otra parte, ignora todo y nada sabe, al menos por su apariencia. ¿No es esto
propio de sileno? Totalmente, pues de ello está revestido por fuera, como un
sileno esculpido, mas por dentro, una vez abierto, ¿de cuántas templanzas,
compañeros de bebida, creéis que está lleno? Sabed que no le importa nada si
alguien es bello, sino que lo desprecia como ninguno podría imaginar, ni si es
rico, ni si tiene algún otro privilegio de los celebrados por la multitud. Por
el contrario, considera que todas estas posesiones no valen nada y que nosotros
no somos nada, os lo aseguro. Pasa toda su vida ironizando y bromeando con la
gente; mas cuando se pone serio y se abre, no sé si alguno ha visto las imágenes
de su interior. Yo, sin embargo, las he visto ya una vez y me parecieron que
eran tan divinas y doradas, tan extremadamente bellas y admirables, que tenía
que hacer sin más lo que Sócrates mandara. Y creyendo que estaba seriamente
interesado por mi belleza pensé que era un encuentro feliz y que mi buena suerte
era extraordinaria, en la idea de que me era posible, si complacía a Sócrates,
oír todo cuanto él sabía. ¡Cuán tremendamente orgulloso, en efecto, estaba yo de
mi belleza! Reflexionando, pues, sobre esto, aunque hasta entonces no solía
estar solo con él sin acompañante, en esta ocasión, sin embargo, lo despedí y me
quedé solo en su compañía. Preciso es ante vosotros decir toda la verdad; así,
pues, prestad atención y, si miento, Sócrates, refútame. Me quedé, en efecto,
señores, a solas con él y creí que al punto iba a decirme las cosas que en la
soledad un amante diría a su amado; y estaba contento. Pero no sucedió
absolutamente nada de esto, sino que tras dialogar conmigo como solía y pasar el
día en mi compañía, se fue y me dejó. A continuación le invité a hacer gimnasia
conmigo, y hacía gimnasia con él en la idea de que así iba a conseguir algo.
Hizo gimnasia, en efecto, y luchó conmigo muchas veces sin que nadie estuviera
presente. Y ¿qué debo decir? Pues que no logré nada. Puesto que de esta manera
no alcanzaba en absoluto mi objetivo, me pareció que había que atacar a este
hombre por la fuerza y no desistir, una vez que había puesto manos a la obra,
sino que debía saber definitivamente cuál era la situación. Le invito, pues, a
cenar conmigo, simplemente como un amante que tiende una trampa a su amado. Ni
siquiera esto me lo aceptó al punto, pero de todos modos con el tiempo se dejó
persuadir. Cuando vino por primera vez, nada más cenar quería marcharse y yo,
por vergüenza, le dejé ir en esta ocasión. Pero volví atenderle la misma trampa
y, después de cenar, mantuve la conversación hasta entrada la noche, y cuando
quiso marcharse, alegando que era tarde, le forcé a quedarse. Se echó, pues, a
descansar en el lecho contiguo al mío, en el que precisamente había cenado, y
ningún otro dormía en la habitación salvo nosotros. Hasta esta parte de mi
relato, en efecto, la cosa podría estar bien y contarse ante cualquiera, pero lo
que sigue no me lo oiríais decir si, en primer lugar, según el dicho, el vino,
sin niños y con niños, no fuera veraz y, en segundo lugar, porque me parece
injusto no manifestar una muy brillante acción de Sócrates, cuando uno se ha
embarcado a hacer su elogio. Además, también a mí me sucede lo que le pasa a
quien ha sufrido una mordedura de víbora, pues dicen que el que ha experimentado
esto alguna vez no quiere decir cómo fue a nadie, excepto a los que han sido
mordidos también, en la idea de que sólo ellos comprenderán y perdonarán, si se
atrevió a hacer y decir cualquier cosa bajo los efectos del dolor. Yo, pues,
mordido por algo más doloroso y en la parte más dolorosa de las que uno podría
ser mordido –pues es en el corazón, en el alma, o como haya que llamarlo, donde
he sido herido y mordido por los discursos filosóficos, que se agarran más
cruelmente que una víbora cuando se apoderan de un alma joven no mal dotada por
naturaleza y la obligan a hacer y decir cualquier cosa– y viendo, por otra
parte, a los Fedros, Agatones, Erixímacos, Pausanias, Aristodemos y Aristófanes
–¿y qué necesidad hay de mencionar al propio Sócrates y a todos los demás?;
pues todos habéis participado de la locura y frenesí del filósofo– por eso
precisamente todos me vais a escuchar, ya que me perdonaréis por lo que entonces
hice y por lo que ahora digo. En cambio, los criados y cualquier otro que sea
profano y vulgar, poned ante vuestras orejas puertas muy grandes.
Pues bien, señores, cuando se hubo apagado la lámpara y los esclavos estaban
fuera, me pareció que no debía andarme por las ramas ante él, sino decirle
libremente lo que pensaba. Entonces le sacudí y le dije:
–Sócrates, ¿estás durmiendo?
–En absoluto –dijo él.
–¿Sabes lo que he decidido?
–¿Qué exactamente?, –dijo.
–Creo –dije yo– que tú eres el único digno de convertirse en mi amante y me
parece que vacilas en mencionármelo. Yo, en cambio, pienso lo siguiente:
considero que es insensato no complacerte en esto como en cualquier otra cosa
que necesites de mi patrimonio o de mis amigos. Para mí, en efecto, nada es más
importante que el que yo llegue a ser lo mejor posible y creo que en esto
ninguno puede serme colaborador más eficaz que tú. En consecuencia, yo me
avergonzaría mucho más ante los sensatos por no complacer a un hombre tal, que
ante la multitud de insensatos por haberlo hecho.
Cuando Sócrates oyó esto, muy irónicamente, según su estilo tan característico y
usual, dijo:
–Querido Alcibíades, parece que realmente no eres un tonto, si efectivamente es
verdad lo que dices de mí y hay en mí un poder por el cual tú podrías llegar a
ser mejor. En tal caso, debes estar viendo en mí, supongo, una belleza
irresistible y muy diferente a tu buen aspecto físico. Ahora bien, si intentas,
al verla, compartirla conmigo y cambiar belleza por belleza, no en poco piensas
aventajarme, pues pretendes adquirir lo que es verdaderamente bello a cambio de
lo que lo es sólo en apariencia, y de hecho te propones intercambiar «oro por
bronce». Pero, mi feliz amigo, examínalo mejor, no sea que te pase desapercibido
que no soy nada. La vista del entendimiento, ten por cierto, empieza a ver
agudamente cuando la de los ojos comienza a perder su fuerza, y tú todavía estás
lejos de eso.
Y yo, al oírle, dije:
–En lo que a mí se refiere, ésos son mis sentimientos y no se ha dicho nada de
distinta manera a como pienso. Siendo ello así, delibera tú mismo lo que
consideres mejor para ti y para mí.
–En esto, ciertamente, tienes razón –dijo–. En el futuro, pues, deliberaremos
y haremos lo que a los dos nos parezca lo mejor en éstas y en las otras cosas.
Después de oír y decir esto y tras haber disparado, por así decir, mis dardos,
yo pensé, en efecto, que lo había herido. Me levanté, pues, sin dejarle decir ya
nada, lo envolví con mi manto –pues era invierno–, me eché debajo del viejo
capote de ese viejo hombre, aquí presente, y ciñendo con mis brazos a este ser
verdaderamente divino y maravilloso estuve así tendido toda la noche. En esto
tampoco, Sócrates, dirás que miento. Pero, a pesar de hacer yo todo eso, él
salió completamente victorioso, me despreció, se burló de mi belleza y me
afrentó; y eso que en este tema, al menos, creía yo que era algo, ¡oh jueces!
–pues jueces sois de la arrogancia de Sócrates–. Así, pues, sabed bien, por
los dioses y por las diosas, que me levanté después de haber dormido con
Sócrates no de otra manera que si me hubiera acostado con mi padre o mi hermano
mayor.
Después de esto, ¿qué sentimientos creéis que tenía yo, pensando, por un lado,
que había sido despreciado, y admirando, por otro, la naturaleza de este hombre,
su templanza y su valentía, ya que en prudencia y firmeza había tropezado con un
hombre tal como yo no hubiera pensado que iba a encontrar jamás? De modo que ni
tenía por qué irritarme y privarme de su compañía, ni encontraba la manera de
cómo podría conquistármelo. Pues sabía bien que en cuanto al dinero era por
todos lados mucho más invulnerable que Ayante al hierro , mientras que con lo
único que pensaba que iba a ser conquistado se me había escapado. Así, pues,
estaba desconcertado y deambulaba de acá para allá esclavizado por este hombre
como ninguno lo había sido por nadie. Todas estas cosas, en efecto, me habían
sucedido antes; mas luego hicimos juntos la expedición contra Potidea y allí
éramos compañeros de mesa. Pues bien, en primer lugar, en las fatigas era
superior no sólo a mí, sino también a todos los demás. Cada vez que nos veíamos
obligados a no comer por estar aislados en algún lugar, como suele ocurrir en
campaña, los demás no eran nada en cuanto a resistencia. En cambio, en las
comidas abundantes sólo él era capaz de disfrutar, y especialmente en beber,
aunque no quería, cuando era obligado a hacerlo vencía a todos; y lo que es más
asombroso de todo: ningún hombre ha visto jamás a Sócrates borracho. De esto, en
efecto, me parece que pronto tendréis la prueba. Por otra parte, en relación con
los rigores del invierno –pues los inviernos allí son terribles–, hizo siempre
cosas dignas de admiración, pero especialmente en una ocasión en que hubo la más
terrible helada y mientras todos, o no salían del interior de sus tiendas o, si
salía alguno, iban vestidos con las prendas más raras, con los pies calzados y
envueltos con fieltro y pieles de cordero, él, en cambio, en estas
circunstancias, salió con el mismo manto que solía llevar siempre y marchaba
descalzo sobre el hielo con más soltura que los demás calzados, y los soldados
le miraban de reojo creyendo que los desafiaba. Esto, ciertamente, fue así; pero
qué hizo de nuevo y soportó el animoso varón allí, en cierta ocasión, durante la
campaña, es digno de oírse. En efecto, habiéndose concentrado en algo,
permaneció de pie en el mismo lugar desde la aurora meditándolo, y puesto que no
le encontraba la solución no desistía, sino que continuaba de pie investigando.
Era ya mediodía y los hombres se habían percatado y, asombrados, se decían unos
a otros:
–Sócrates está de pie desde el amanecer meditando algo.
Finalmente, cuando llegó la tarde, unos jonios, después de cenar –y como era
entonces verano–, sacaron fuera sus petates, y a la vez que dormían al fresco
le observaban por ver si también durante la noche seguía estando de pie. Y
estuvo de pie hasta que llegó la aurora y salió el sol. Luego, tras hacer su
plegaria al Sol dejó el lugar y se fue. Y ahora, si queréis, veamos su
comportamiento en las batallas, pues es justo concederle también este tributo.
Efectivamente, cuando tuvo lugar la batalla por la que los generales me
concedieron también a mí el premio al valor, ningún otro hombre me salvó sino
éste, que no quería abandonarme herido y así salvó a la vez mis armas y a mí
mismo. Y yo, Sócrates, también entonces pedía a los generales que te concedieran
a ti el premio, y esto ni me lo reprocharás ni dirás que miento. Pero como los
generales reparasen en mi reputación y quisieran darme el premio a mí, tú mismo
estuviste más resuelto que ellos a que lo recibiera yo y no tú. Todavía en otra
ocasión, señores, valió la pena contemplar a Sócrates, cuando el ejército huía
de Delión en retirada. Se daba la circunstancia de que yo estaba como jinete y
él con la armadura de hoplita. Dispersados ya nuestros hombres, él y Laques se
retiraban juntos. Entonces yo me tropiezo casualmente con ellos y, en cuanto los
veo, les exhorto a tener ánimo, diciéndoles que no los abandonaría. En esta
ocasión, precisamente, pude contemplar a Sócrates mejor que en Potidea, pues por
estar a caballo yo tenía menos miedo. En primer lugar, ¡cuánto aventajaba a
Laques en dominio de sí mismo! En segundo lugar, me parecía, Aristófanes, por
citar tu propia expresión, que también allí como aquí marchaba «pavoneándose y
girando los ojos de lado a lado» , observando tranquilamente a amigos y enemigos
y haciendo ver a todo el mundo, incluso desde muy lejos, que si alguno tocaba a
este hombre, se defendería muy enérgicamente. Por esto se retiraban seguros él y
su compañero, pues, por lo general, a los que tienen tal disposición en la
guerra ni siquiera los tocan y sólo persiguen a los que huyen en desorden.
Es cierto que en otras muchas y admirables cosas podría uno elogiar a Sócrates.
Sin embargo, si bien a propósito de sus otras actividades tal vez podría decirse
lo mismo de otra persona, el no ser semejante a ningún hombre, ni de los
antiguos, ni de los actuales, en cambio, es digno de total admiración. Como fue
Aquiles, en efecto, se podría comparar a Brásidas y a otros, y, a su vez, como
Pericles a Néstor y a Antenor –y hay también otros–; y de la misma manera se
podría comparar también a los demás. Pero como es este hombre, aquí presente, en
originalidad, tanto él personalmente como sus discursos, ni siquiera remotamente
se encontrará alguno, por más que se le busque, ni entre los de ahora, ni entre
los antiguos, a menos tal vez que se le compare, a él y a sus discursos, con los
que he dicho: no con ningún hombre, sino con los silenos y sátiros.
Porque, efectivamente, y esto lo omití al principio, también sus discursos son
muy semejantes a los silenos que se abren. Pues si uno se decidiera a oír los
discursos de Sócrates, al principio podrían parecer totalmente ridículos. ¡Tales
son las palabras y expresiones con que están revestidos por fuera, la piel, por
así decir, de un sátiro insolente! Habla, en efecto, de burros de carga, de
herreros, de zapateros y curtidores , y siempre parece decir lo mismo con las
mismas palabras, de suerte que todo hombre inexperto y estúpido se burlaría de
sus discursos. Pero si uno los ve cuando están abiertos y penetra en ellos,
encontrará, en primer lugar, que son los únicos discursos que tienen sentido por
dentro; en segundo lugar, que son los más divinos, que tienen en sí mismos el
mayor número de imágenes de virtud y que abarcan la mayor cantidad de temas, o
más bien, todo cuanto le conviene examinar al que piensa llegar a ser noble y
bueno
Esto es, señores, lo que yo elogio en Sócrates, y mezclando a la vez lo que le
reprocho os he referido las ofensas que me hizo. Sin embargo, no las ha hecho
sólo a mí, sino también a Cármides, el hijo de Glaucón, a Eutidemo, el hijo de
Diocles, y a muchísimos otros, a quienes él engaña entregándose como amante,
mientras que luego resulta, más bien, amado en lugar de amante. Lo cual también
a ti te digo, Agatón, para que no te dejes engañar por este hombre, sino que,
instruido por nuestra experiencia, tengas precaución y no aprendas, según el
refrán, como un necio, por experiencia propia.
Al decir esto Alcibíades, se produjo una risa general por su franqueza, puesto
que parecía estar enamorado todavía de Sócrates.
–Me parece, Alcibíades –dijo entonces Sócrates–, que estás sereno, pues de
otro modo no hubieras intentando jamás, disfrazando tus intenciones tan
ingeniosamente, ocultar la razón por la que has dicho todo eso y lo has colocado
ostensiblemente como una consideración accesoria al final de tu discurso, como
si no hubieras dicho todo para enemistarnos a mí y a Agatón, al pensar que yo
debo amarte a ti y a ningún otro, y Agatón ser amado por ti y por nadie más.
Pero no me has pasado desapercibido, sino que ese drama tuyo satírico y silénico
está perfectamente claro. Así, pues, querido Agatón, que no gane nada con él y
arréglatelas para que nadie nos enemiste a mí y a ti.
–En efecto, Sócrates –dijo Agatón–, puede que tengas razón. Y sospecho
también que se sentó en medio de ti y de mí para mantenernos aparte. Pero no
conseguirá nada, pues yo voy a sentarme junto a ti.
–Muy bien –dijo Sócrates–, siéntate aquí, junto a mí.
–¡Oh Zeus! –exclamó Alcibíades–, ¡cómo soy tratado una vez más por este
hombre! Cree que tiene que ser superior a mí en todo. Pero, si no otra cosa,
admirable hombre, permite, al menos, que Agatón se eche en medio de nosotros.
–Imposible –dijo Sócrates–, pues tú has hecho ya mi elogio y es preciso que
yo a mi vez elogie al que está a mi derecha. Por tanto, si Agatón se sienta a
continuación tuya, ¿no me elogiará de nuevo, en lugar de ser elogiado, más bien,
por mí? Déjalo, pues, divino amigo, y no tengas celos del muchacho por ser
elogiado por mí, ya que, por lo demás, tengo muchos deseos de encomiarlo.
–¡Bravo, bravo! –dijo Agatón–. Ahora, Alcibíades, no puedo de ningún modo
permanecer aquí, sino que a la fuerza debo cambiar de sitio para ser elogiado
por Sócrates.
–Esto es justamente, dijo Alcibíades, lo que suele ocurrir: siempre que
Sócrates está presente, a ningún otro le es posible participar de la compañía de
los jóvenes bellos. ¡Con qué facilidad ha encontrado ahora también una razón
convincente para que éste se siente a su lado!
Entonces, Agatón se levantó para sentarse al lado de Sócrates, cuando de repente
se presentó ante la puerta una gran cantidad de parrandistas y, encontrándola
casualmente abierta porque alguien acababa de salir, marcharon directamente
hasta ellos y se acomodaron. Todo se llenó de ruido y, ya sin ningún orden, se
vieron obligados a beber una gran cantidad de vino. Entonces Erixímaco, Fedro y
algunos otros –dijo Aristodemo– se fueron y los dejaron, mientras que de él se
apoderó el sueño y durmió mucho tiempo, al ser largas las noches, despertándose
de día, cuando los gallos ya cantaban. Al abrir los ojos vio que de los demás,
unos seguían durmiendo y otros se habían ido, mientras que Agatón, Aristófanes y
Sócrates eran los únicos que todavía seguían despiertos y bebían de una gran
copa de izquierda a derecha. Sócrates, naturalmente, conversaba con ellos.
Aristodemo dijo que no se acordaba de la mayor parte de la conversación, pues no
había asistido desde el principio y estaba un poco adormilado, pero que lo
esencial era –dijo– que Sócrates les obligaba a reconocer que era cosa del
mismo hombre saber componer comedia y tragedia, y que quien con arte es autor de
tragedias lo es también de comedias . Obligados, en efecto, a admitir esto y sin
seguirle muy bien, daban cabezadas.
Primero se durmió Aristófanes y, luego, cuando ya era de día, Agatón. Entonces
Sócrates, tras haberlos dormido, se levantó y se fue. Aristodemo, como solía, le
siguió. Cuando Sócrates llegó al Liceo , se lavó, pasó el resto del día como de
costumbre y, habiéndolo pasado así, al atardecer se fue a casa a descansar.
Deja un comentario